Dag



Si ustedes parten hacia el océano desde el Gran País Azul, cruzando la Isla de Kanthrya y desembarcando en el Gran País Rojo, atravesando sus fríos y lejanos bosques rodeados de montañas, llegarán a un campo oscuro, repleto de huesos, lodo y un cielo que siempre está nublado. Desconozco qué fue lo que sucedió en aquel terreno, muchos dicen que fue una peste extraña que emergió desde el cielo y devastó todo el lugar, aunque otros hablan sobre una antigua estación de procesamientos químicos que dejó la zona inhabitable. Pero eso poco importa ahora, porque nuestro relato de hoy no es sobre dicho campo, sino más bien de lo que habitaba debajo de él.

A varios metros bajo tierra existía una caverna fría, llena de hielo, cristales y lagos congelados. Dentro de ella habitaba una criatura de cuerpo alargado como serpiente, piernas gruesas de garras afiladas como las de un león y un rostro de ojos viscosos, oscuros, sin vida, que jamás parpadeban; también son dignos de mencionar sus dientes largos y afilados como espadas, tanto así que su boca jamás se cerraba y su voz provenía desde su garganta en forma de eco. En el Gran País Rojo se escribieron durante aquella época (y en muchas anteriores y posteriores) varios relatos sobre aquel monstruo que conocían como dag, aunque en otras naciones se le daba el nombre de "diablo", "demonio", o, incluso, "ángel caído sepultado para siempre en el inframundo". En resumen, dicha bestia era satanás, o al menos uno de sus muchos rostros, o quizá algún hijo perdido que se mantenía aislado del mundo humano.

En realidad nadie lo sabía con certeza, pero bien es sabido que Señor Dag (como comenzaremos a llamarle a partir de ahora) era un ser despiadado que corrompía tanto a hombres como mujeres en una época lejana. ¿Por qué, entonces, se había mantenido debajo del campo moribundo durante tantos años? ¿Qué lo había hecho exiliarse en lo profundo del planeta?

El Señor Dag ya casi había olvidado las razones que le habían conducido a ello y cuando dichas preguntas llegaban a su cabeza (cosa que ocurría muy de vez en cuando), se excusaba diciendo que "se aburrió de andar en la superficie". Sin embargo, no fue hasta que vio a su hijo empacar una maleta con ropa y comida cuando realmente se puso a recordar lo que le había sucedido en el mundo humano.

Su hijo, a quien llamaremos Elezar, estaba lejos de parecerse a su padre pero, a pesar de tener la apariencia de un humano, tampoco entraba dentro de las categorías establecidas para hombres y mujeres. Tenía seis ojos, piel gris y una cabellera azulada que le llegaba hasta la espalda.

-Me voy -dijo Elezar a su padre.

-¿Qué? -dijo el Señor Dag-. ¿Qué has dicho?

-Que me voy. Está comenzando a hacer demasiado calor aquí. ¿Es que no lo sientes?

-El planeta entero se está calentando, Elezar. No hay nada que puedas hacer al respecto. Pero todavía faltan varios años para que los hielos de esta tierra se descongelen.

-Pues no quiero estar ahí cuando eso suceda, así que me voy.

El Señor Dag, comenzando a recordar lo vivido en la superficie, sintiendo un sentimiento amargo y rencoroso en su corazón de bestia, le dijo a su hijo:

-¿No sabes lo que hay ahí acaso? Quédate aquí abajo donde perteneces. Los humanos allá arriba no distinguen entre el bien y el mal. Para complacer a sus gobernantes van a la guerra a hacer matanzas entre ellos, y ninguno conoce las verdaderas razones por las que pelean. Ahí arriba me llaman demonio, diablo y demás, pero ellos son seres más malvados que yo, hijo mío. Creo que encontrarás más calor aquí que en la superficie.

-¿Pero cómo sabes tú todo esto?

-He estado allá arriba, hijo mío. Mucho antes de tenerte a ti. He visto las crueldades que cometen entre ellos, rompen los corazones de sus hermanos y hermanas, traicionan y matan. No había necesidad de corromperles aun siendo el mismo demonio pues ellos ya se encargaban de ello por naturaleza.

-Da igual. Subiré de todos modos. No tendré necesidad de hablarles.

-Oh, lo harás, hijo mío. Pero me fío de tus buenos instintos. No eres el hijo del demonio por nada.

De esa manera, Elezar inició su ascensión hacia la superficie dejando a un despreocupado Señor Dag en las profundidades, quien optó por recostarse sobre el hielo y tomarse otra profunda siesta. Lo primero que vio Elezar al salir de su guardia fue, como ya habrán de imaginar, el campo moribundo de la superficie.

-Bueno -exclamó después de contemplar el horizonte por unos segundos-, no está tan mal. No veo a ningún humano por aquí.

Se echó a andar por el campo durante unas horas, hasta llegar a los bosques helados del Gran País Rojo, sintiéndose en calma por el gélido clima y un silencio acogedor que pronto hizo que le diera sueño. Se acostó bajo la sombra de un árbol y se quedó dormido. Al despertar, retomó su marcha. Durante su siesta había caído la noche, paisaje que jamás había tenido la oportunidad de mirar. Se subió entonces a la copa del árbol en cuya sombra había descansado y contempló el cielo estrellado, sintiendo una flama de pasión encenderse en su corazón.

Cuando de nuevo cayó el amanecer, llegó a los bordes del bosque helado. La nieve comenzaba a ser más escasa y, aunque continuaba haciendo frío, el paisaje empezaba a ser más verde que blanco, iluminado por un sol naciente que le daba un aspecto pintoresco y alegre al nuevo mundo que Elezar descubría.

Caminó y caminó, a través de los días y las noches hasta que, como era de esperarse, tuvo su primer acercamiento con la humanidad. Se halló frente a una vieja aldea situada en la orilla de una bahía, rodeada por montañas y acantilado. El clima se había vuelto templado y el aroma salado proveniente del océano hacían a Elezar sentirse cautivado por la naturaleza del mundo terrenal. En un inicio siguió el consejo de su padre y se mantuvo apartado, contemplando la aldea desde la cima de uno de sus acantilados. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que su padre podía tener razón con respecto a sus augurios: Comenzaba a serle necesario acercarse a ellos, conversar, escuchar sus pláticas, comer de su comida e, incluso, podría seguir los pasos de su padre e intentar corromperles.

-¿Pero para qué molestarse? -se dijo Elezar a sí mismo-. Mi padre ya lo intentó y vio que era una pérdida de tiempo. Así que es mejor descubrir por cuenta propia qué hacer con ellos.

Así, con esta idea en mente, bajó del acantilado y se encaminó hacia la aldea. Mientras caminaba usó algo de su arcana y oscura magia que corría por sus venas para crearse un disfraz. No podía presentarse ante los humanos con seis ojos en la cara y piel gris, ¿o sí? Aunque, sin embargo, el cabello azul era decente. Cambio su tono girséaceo por uno moreno y, naturalmente, redujo su número de ojos a dos, dotándoles de un tenue tono marrón. Llegó entonces a los caminos del pueblo, curzándose con toda clase de hombres y mujeres que, quizá sintiendo cierto aura malvado emanar de él, lo veían de reojo y de inmediato apartaban la mirada, apresurando el paso sin darse cuenta.

Aún de esa manera se sintió compasivo con ellos, viéndose incluso entretenido por sus movimientos torpes al cruzarse con él, viéndolo con ojos extraños y un suave escalofrío en sus cuerpos, sin saber muy bien por qué su pueblo se había vuelto frío tan de repente. Elezar paseó por las calles y avenidas del pueblo y visitó varios de sus establecimientos. Leyó libros en la biblioteca local, comió helado en la heladería e intentó entablar conversaciones con algunos habitantes aunque sin éxito alguno, pues tan solo bastaba con intercambiar algunas palabras para que estos se sintieran incomodados con su presencia y se fueran de ahí. ¿Cuál eran sus sentimientos con respecto a la humanidad? Pues, para nuestra sorpresa, y en especial para su padre si se hubiese encontrado ahí, Elazar estaba fascinado con los humanos de dicha aldea. Disfrutaba de ver su rutina diaria, verlos despertarse temprano para ir a trabajar, gozar de noches de fiesta los fines de semana y dormir apaciblemente cuando caía la madrugada. Sin embargo, no tardó en verse cansado de ese mismo modo de vivir al estar entre ellos durante unos dos meses, aunque todavía se sentía alegre y conmovido por sus sonrisas, llantos y gestos.

-Quizá debería tener un cambio de aires, ir a otra aldea o ciudad y ver cómo van las cosas -se dijo a sí mismo Elezar un día que caminaba por una calle durante una mañana clara y despejada.

Sin embargo, hubo algo que lo detuvo aquel día de emprender la marcha hacia otro sector de la población. Descubrió un aroma que, hasta entonces, no había tenido la oportunidad de hallar. Era suave, caliente y delicioso, y descubrió que provenía de una panadería ubicada justo en la esquina de la cuadra por la que caminaba.

Impulsado por su curiosidad, se dirigió hacia allá, ansioso por descubrir que clase de manjares se estarían cocinando en ese sitio. Se adentró en una tienda repleta de estantes con toda clase de chocolatines, donas, galletas y cuernitos que despertaron en él el mayor de los placeres con tan solo olfatear. Y, al fondo de todo eso, en el mostrador, estaba una bella dama de rulos anaranjados, piel morena y una sonrisa que no se desvaneció al volverse para mirar a su nuevo cliente, después de darle a un hombre mayor su compra de pan dulce envuelta en una bolsa de cartón. El anciano salió de la tienda evitando rozar su traje contra las vestimentas lujosas que portaba Elezar (las cuales también formaban parte de su disfraz) más por un irracional miedo a aquel sujeto que por temor a rasgarlas o ensuciarlas.

Sin embargo, la dama no dejó de sonreír, y le preguntó a aquel sujetó con una melodiosa voz:

-Hola, ¿con qué puedo ayudarle?

Elezar, naturalmente, no supo qué responder, pues hasta entonces ningún habitante del pueblo le había dirigido la palabra y, además, ni siquiera creyó al inicio que le estaba hablando a él.

-¿Se encuentra bien, señor?

Elezar sacudió la cabeza ligeramente y respondió con el corazón palpitándole rápidamente y una intensa ansiedad por conocer qué querría aquella humana y sobre qué hablarían. ¿Comenzarían a partir de ese momento a tratarle como un igual? ¿Lo integrarían a sus delicadas y alegres rutinas diarias?

-Sí, hmm. ¿Qué es este lugar? -exclamó Elezar.

La dama, como buena vendedora que era, comenzó una entusiasmada explicación de cada uno de los panes que vendía en su tienda:

-Estos de aquí son hoyos de dona, rellenos de mermelada, pero si busca algo que pueda calentar en el horno por un par de minutos y gozar de un relleno igual de caliente lr recomiendo llevar estos que se llaman chocolatines.

Elezar escuchó con atención y fascinación las explicaciones que daba la dama y por fin se decidió en llevar un par de donas las cuales fueron envueltas de igual manera que la compra del cliente anterior: en una bolsa de cartón que la mujer le entregó con una gran sonrisa.

-Jamás le había visto por aquí -dijo ella a Elezar en cuanto este se disponía a marcharse-. ¿Cuál es su nombre?

-Elezar -respondió el hijo del Señor Dag-. ¿Y el suyo?

-Amelia.

De esa manera, nuestro querido hijo del demonio, que hacía unas semanas había vivido en las profundidades de un frío abismo, visitó cada mañana sin falta la tienda de la dulce Amelia y, como el lector ya podrá imaginar, no tardó en hacerle una invitación para pasar la tarde a su lado y, de esa manera, se establecieron como una pareja formal, instalándose en el pequeño departamento de la dama, ubicado en un piso superior a la panadería.

A pesar de su oscura naturaleza, Elezar jamás se vio con la necesidad de revelarle a su amada lo que escondía su disfraz que pudo mantener durante tantos años. Tampoco pensaba demasiado en ello y, sin embargo, cuando lo hacía, que solía ser durante noches de insomnio donde permanecía acostado en la cama junto a Amelia mirando hacia el techo, solía darle vueltas al asunto para terminar llegando a la conclusión de que no hacía falta hacérselo saber, jamás se lo creería y, dicho sea de paso, tampoco era necesario.

Experimentaba, pues, una ciega felicidad que le hacía creer que los seres humanos estaban compuestos por alegría, amor y ternura, creyendo que su padre estaba por completo equivocado con respecto a ellos. Pero no tardó en cambiar su postura y desear haber permanecido dentro de su gélida morada para siempre, anhelando jamás haber salido a la superficie como su padre se lo había ordenado. Sucedió la noche del nacimiento de su primer hijo, una noche tormentosa y repleta de inundaciones, el agua se desbordaba por las calles de al aldea y ya se había registrado más de un derrumbe en las zonas cercanas a los acantilados por lo que los habitantes permanecían encerrados en sus fogatas junto al calor de una chimenea. Sin embargo, Elezar y Amelia se hallaban en el hospital local. Ella dentro de la sala para parir y él afuera esperando.

Muchos fueron los gritos que Elezar escuchó salir desde el interior de aquella sala, pero ninguno le hizo sentir un gran temor como los últimos que dio su mujer, casi podía sentir su aullido justo al lado de sus oídos, haciendo vibrar sus tímpanos y sacudir su cabeza. Sin pensárselo dos veces, se adentró precipitadamente en la sala y sorprendió a Amelia sosteniendo al engendro, con los ojos llenos de lágrimas y mirándole con terror.

-¿Pero qué es esto? -exclamó sollozando-. ¿Qué me has hecho? ¡Vete de aquí!

Elezar, perplejo por la situación como habría de imaginarse, se aproximó a ella y se colocó a su lado para sostener a su hijo. Ella se lo dio casi arrojándolo a sus brazos y entonces él lo comprendió todo. Su bebé era gris de piel y contemplaba a su padre con seis ojos vacíos y repletos de lágrimas.

-¡Vete! -le gritó Amelia, cubriéndose el rostro con las manos para evitar mirar a su marido-. ¡No sé qué o quién eres! ¡Pero vete ya!

Eleazar, sintiendo que el corazón se le hacía pedazos, salió corriendo de la sala y huyó del hospital, internándose en la tormenta con su hijo entre brazos. Caminó llorando por las calles inundadas, evitando ser arrastrado por las turbulentas aguas, sosteniendo con fuerza al bebé que tampoco dejaba de chillar. Mientras se alejaba del pueblo existía un pensamiento que había invadido su cabeza al momento de mirar por primera vez a su hijo y del cual se le hacía imposible de desprenderse:

-Pero si es idéntico a mí... ¿Cómo es posible? Mi padre... Mi padre... Mi padre me ha engañado.

Y así partió rumbo a la fría morada de su padre, internándose de nuevo en el bosque, sin apartarse del pequeño crío que no dejaba de llorar. Sin embargo, conforme se aproximaban al hogar original de Elezar, el bebé poco a poco cesó sus llantos y su aferró con sus pequeñas manos a la camisa de su padre. Él, sintiendo una tenue compasión por la criaturita, le devolvió el gesto colocando una mano en su cabeza y acariciándolo; poco después el niño se quedó dormido.

Atravesando de nuevo el fúnebre páramo llegó a la abertura por donde había salido a la superficie hacía unos años, con las esperanzas de hallar en el exterior algo que le impresionara y fuese un poco más frío que su hogar que, según él en antaño, ya estaba comenzando a enfriarse. Dando un fuerte suspiro inició su descenso hacia la fría caverna, su hijo todavía roncaba entre sus brazos, deseaba poder estar cómo él: durmiendo, sin tener conciencia de la oscura superficie que le rodeaba.

El Señor Dag estaba despierto en cuanto vio llegar a su hijo y, con una siniestra carcajada, le dijo:

-Saliste para buscar un sitio más acogedor que esté, uno donde pudieras sentirte agusto, y juraste que jamás te mezclarías entre los humanos. ¿Pero qué sucedió al final? No hallaste más que desdicha y desesperación en un mundo hostil que no te guardó ningún tipo de respeto, ¿o me equivoco?

Elezar le miró atónito, sin saber qué responder.

-Bueno -continuó su padre, mirándole fijamente con sus inexpresivos ojos-, supongo que tendrás algunas preguntas considerando el bulto que cargas ahí. Es ese tu hijo, ¿no es así? Ya veía venir que algo así sucedería.

-Me parece que no has sido del todo sincero conmigo -respondió por fin Elezar-. ¿Qué fue de ti ahí arriba? Porque, por lo que parece, tú también estuviste mezclándote entre los humanos. Este niño es idéntico a mí y tú y yo no tenemos un parentesco del todo idéntico, si me atrevo a afirmar.

-Me habría sido imposible convencerte de que allá arriba hay cosas más horribles que lo que se encuentra bajo tierra sin haber conocido previamente y muy de cerca el mundo de los humanos. Mi historia no es muy diferente a la tuya, hijo mío. Así que, repito mi consejo: quédate aquí abajo donde perteneces, y que tu engendro nos haga compañía, pues tiene más de nosotros que de los que habitan allá arriba.

Elezar se lo pensó por unos segundos y luego respondió:

-No.

-¿No? ¿Qué quieres decir?

-No he conocido lo suficiente del mundo exterior como para poder decir que todo lo que habita allá arriba no es más que desgracia y oscuridad. He de volver a la superficie para seguir buscando respuestas, explorar distintos rincones, solo así llegaré a una conclusión sobre si el mundo es bueno o malo.

El Señor Dag se echó a reír de nuevo.

-Ve entonces, hijo mío, y que te acompañe la mejor de las suertes. La necesitarás.

Cargando a su hijo entre brazos, Elezar emprendió la marcha de vuelta a la superficie, echándose a andar por el campo moribundo, tomando un rumbo distinto al que había elegido la primera vez que estuvo ahí, temiendo volver a encontrarse con la aldea de donde le habían hecho pedazos el corazón. Andando en línea recta hacia el lado contrario llegó a un pueblo cálido, donde el sol alumbraba cada uno de los tejados y donde en las calles se movían los carros y los peatones, un pueblo que, a diferencia del anterior, no parecía dormir en ningún momento, siempre en movimiento.

Ahí se dirigió, intentando mantenerse bajo las sombras y ocultando tanto su rostro como el de su hijo, con la espera de poder relacionarse con los habitantes de aquel pueblo en un futuro próximo. Sin embargo, no tardó en correrse el rumor de que un demonio habitaba entre ellos. Muchos fueron los hombres que le dieron caza y Elezar tuvo que esconderse bajo puentes, en callejones y sobre azoteas para evitar que le hirieran a él y a su criatura. Pero, como es de esperarse, ningún escondite dura para siempre y no tardaron en encontrarle, batiéndole a palos y garrotes y expulsándole de la aldea.

Con el orgullo algo quebrantado (aunque no por competo destruido), recordaba la advertencia de su padre más sin embargo no se dio por vencido y emprendió su rumbo hacia otra aldea. Los rumores de que una bestia andaba suelta por esos rumbos se pasaron de boca en boca y pronto llegó el momento en el que ningún pueblo fue seguro para él. Lo amenazaban con antorchas, machetes y toda clase de armas de fuego. Elezar, temiendo que pudieran herir a su hijo, decidió entonces no volverse a acercar a ningún sitio habitado por el hombre.

Una tarde, mientras caminaba por un bosque en búsqueda de refugio, pensaba en las palabras que le había dicho a su padre, desconocía todavía si tenía razón o no porque, a pesar de los malos tratos que había recibido, aún sentía cierto cariño por las aldeas y sus distintas rutinas y habitantes.

-Pero él me lo advirtió -pensó en voz alta-. ¡Él me lo advirtió! ¡No hay manera que él no pueda tener razón! ¡Yo me he equivocado!

De repente llegó a sus oídos un sonido que había hecho su hijo, una especie de pedorreta hecha al juntar los labios y un poco de saliva con un poco de fuerza. Lo miró mientras lo sostenía entre sus brazos y, por un instante, percibió que podía entenderle.

-Algún día, cuando tenga las respuestas a todos estos dilemas, tú y yo confrontaremos a tu abuelo -le dijo al niño. Él le miró con sus brillantes ojos rojos, sin parpadear, y respondió con el mismo sonido.

-Nada es sencillo en esta vida, hijo mío, pero espero que en un futuro pueda demostrar que el Señor Dag se equivoca y así puedas vivir entre los humanos sin temor a ser juzgado o agredido.

El pequeño babeó de nuevo.

-Sí, es posible que ese futuro tarde en llegar, pero tengo fé en que lo hará algún día.

Mismo sonido.

-Te amo, ¿lo sabías?


Comentarios

Entradas populares