Capítulo IV. Criaturas Marinas

Alex estaba igual de paralizado que Johnson, ambos contemplando la figura de ojos brillantes que estaba ahí afuera, sin hacer ningún ruido o movimiento, acompañado por los rugidos de la tormenta que se oían opacados por los muros de la mansión. 

—Alex… 

—Silencio, Johnson. 

Continuaron sin decir nada, mirando a la figura levitando sobre el patio de la mansión, rodeado por la atmósfera roja que había en el cielo, llenando sus rostros de los rayos de aquella luz. 

—¿Qué esperan? —una voz habló de repente, emergiendo desde cada centímetro de las paredes que conformaban la casa, haciendo estremecer sus cuerpos con un escalofrío. Sin embargo, a pesar de lo tétrica que resultaba su aparición, Johnson pudo detectar que la voz poseía cierto carácter juvenil y masculino, incluso inocente e infantil, aunque a su vez tenía una atmósfera metálica, como si estuviera hablando desde el fondo de un pozo hecho de hierro oxidado—. ¿Se van a quedar ahí todo el día? 

Alex comenzó a caminar lentamente, sacando su varita de nuevo, desvaneciendo la esfera de luz amarilla que les había acompañado desde que iniciaron sus investigaciones dentro de la casa. 

—¿Qué está haciendo? —le preguntó Johnson, sujetándolo por el antebrazo. 

—Debemos de ir —respondió Alex—. No tenemos otra opción. Manténgase detrás de mí. 

Los dos caminaron hacia la entrada de la casa, abriendo la puerta con un crujido, viendo de frente al ser que estaba flotando en el centro del patio bajo la lluvia. Sin darle oportunidad a que este le atacara, el mago alzó su varita e invocó un poderoso relámpago celeste en su punta, usándolo como un látigo (justo como lo había hecho con los ojáncanas) para golpear al ser de ojos brillantes. El rayo, sin embargo, lo traspasó, sin ejercer ningún efecto sobre él y sin hacerlo cambiar de postura. 

—Lamentablemente me encuentro demasiado lejos como para ser dañado —dijo el ser en cuanto el relámpago de Alex se desvaneció, perdiendo su potencia—. Lo que ven de mí es tan solo una proyección de lo que soy en realidad, así que no puedo tocarlos ni ustedes pueden tocarme a mí. Le advertí a las personas que vivían dentro de esa casa que no quería magos en ella, pero aparentemente me han desobedecido. Esto complica un poco mis asuntos y, aunque quisiera cobrar venganza contra ellos, me parece que ya están fuera de mi alcance. Bien por ustedes, parece ser que lograron salvarlos. 

—Vete ya —le espetó Alex—. Si no puedes lastimar a nadie, ¿para qué proyectarte hasta aquí? 

—Yo no puedo, pero mis aliados sí que pueden. Me han estado ayudando a deshacerme de los de tu clase. Los magos cada vez me frustran más y eso no me gusta. Veamos qué pueden hacer con ellos. 

Y entonces, así como había llegado, la luz roja desapareció de repente, sin dejar rastro del ser de ojos brillantes. La oscuridad de la noche regresó, todavía acompañada por la tormenta. Una serie de relámpagos de color índigo relucieron en el cielo, seguidos de una serie de estremecedores truenos que hicieron temblar las ventanas de la mansión. 

Alex y Johnson se quedaron perplejos, contemplando la lluvia bajo el umbral, sin decir nada. Vieron cómo en el patio comenzaban a formarse abundantes charcos, pero no había indicios de que algo extraño pudiera ocurrir de nuevo. 

—¿Eso es todo lo que tienes? —exclamó Johnson al aire en voz alta. 

—¡Chsst! ¡Johnson! 

Desde los charcos comenzaron a formarse bultos hechos de burbujas y lodo, alzándose poco a poco. 

—Será mejor que saque su arma, Johnson. Esto no me gusta nada. 

—No tengo más balas, olvidé recargar el revólver en el departamento. ¿Será posible volver a usar la Mano de Hefesto?

Alex no respondió, se mantuvo con la varita en alto, apuntando a los charcos que aumentaban de tamaño con cada segundo que transcurría, hasta adoptar la figura de caballos hechos de agua y tierra. Más hipocampos se habían aparecido en el patio delantero, y no se les veía muy alegres. Entonces el mago soltó con su vara una suave luz rojiza sobre el arma de Johnson, la cual adoptó la forma de una aspiradora portátil. 

—Eso debería bastar —dijo Alex, volviendo a apuntar hacia las criaturas de agua. 

—¿Una aspiradora? Alex… No es momento de bromas… Por favor, haga la ametralladora de nuevo o dele la forma de un fusil. No sé si esto…

—Están hechos de agua. ¿Cuando ha visto que el agua sangre?

—Pronto lo hará con la nuestra si no hace algo. 

Entonces los hipocampos corrieron rumbo a ellos, trotando y dejando un rastro de agua cristalina a su paso. Alex agitó con violencia la varita y con su rayo helado congeló a cinco caballos, convirtiéndolos en estatuas de hielo blanco. Sin embargo, los charcos no cesaban de formarse, y con cada caballo que congelaba, dos más se aparecían para atacar. El patio pronto estuvo decorado con varias estatuas de hipocampos, colocados en diferentes posturas, pero todos con una expresión de ira plasmada en sus ojos. 

—¿Qué espera, Johnson? ¡Dispare! 

Johnson, que miraba pasmado a Alex mover su varita con gran agilidad, como si con ella estuviese haciendo finos cortes en el aire, dejando una estela blanca proveniente del rayo gélido, miró con incredulidad la aspiradora y, aun dudando que esta pudiera tener algún efecto contra los hipocampos, presionó su botón de encendido. De repente, y para su sorpresa, una potente ráfaga de aire salió disparada desde el aparato, impactando contra el cuerpo de uno de los caballos, este se deformó, deteniendo su apresurado paso y perdiendo su forma animal, convirtiéndose en un constante torrente de agua salpicante, manteniéndose así durante unos cinco segundos hasta reventar en miles de gotas. 

—¡Cielos! —exclamó Johnson, sorprendido por su propia hazaña. 

—¡Eso! ¡Así! —le animó Alex—. Retroceda. ¡Nos están acorralando! 

A pesar del rayo helado del mago y la sopladora de aire con forma de aspiradora de su compañero, los hipocampos no bajaban la guardia ni se retiraban, aproximándose con rapidez al umbral de la mansión. Los dos hombres no tuvieron más opción que entrar de nuevo en el vestíbulo, seguidos por el ejército de caballos acuáticos que entró precipitadamente en la casa, mojando y despedazando todo a su paso. 

Fueron a parar a la sala donde hacía unos pocos minutos habían conversado con Jason y su madre, disparando aire y rayos de hielo por doquier. Ya no importaba dónde apuntaran, pues toda la estancia se había llenado de hipocampos. De repente, una de las ventanas se hizo pedazos, sin señales de que fuese atravesada por algo o alguien, como si se hubiera desmoronado por voluntad propia. Una ventisca llegó desde el exterior, seguida por unas pequeñitas figuras femeninas de cuerpos alados y orejas puntiagudas, envueltas en una especie de manto hecho de burbujas y espuma. 

—¡Diablos, Alex! —exclamó Johnson mientras disparaba su sopladora hacia los hipocampos, manteniéndolos apartados por unos pocos metros—. ¿Qué son esas? 

—¡Nereidas! —gritó el mago—. ¡Dispáreles! ¡Yo me hago cargo de los caballos! 

Johnson apuntó su sopladora hacia las nereidas, quienes salieron disparadas por la misma ventana por la que habían entrado, soltando grititos mientras eran arrastradas por la ventisca. Por desgracia, no tardaron en llegar más de ellas y se defendieron lanzando pequeñas burbujas que, a pesar de su tamaño, impactaron en el cuerpo de Johnson con la fuerza de unos pedernales, logrando derribarlo sobre el suelo. 

Alex, por su parte, continuaba forcejeando por mantener a raya a los hipocampos, pero, con la caída de su compañero, le fue imposible evadir a las nereidas que con sus burbujas le hicieron perder el control del rayo, dejando entrar una avalancha de agua con rostros de caballos que, al fusionarse, se convirtieron en un chorro de agua volador que levantó el cuerpo de Johnson, moviéndolo por el aire mientras él forcejeaba y se retorcía. 

—¡Eh! ¡No! ¡Suéltenme!

Alex levantó su varita, pero le fue inútil evitar el rapto de su amigo. Los hipocampos lo arrastraron por el suelo del vestíbulo hasta sacarlo de la mansión, fuera de la vista del mago. 

—¡No! —gritó él en el momento en el que las nereidas y los hipocampos se abalanzaban al mismo tiempo sobre él. Una secuencia de agua y espuma fue lo único que vio hasta que una fría voz interrumpió el ambiente, resonando por toda la sala: 

—¡ALTO AHÍ! 

Las criaturas de agua se apartaron de inmediato de Alex, espantadas por el repentino grito, permitiéndole al mago ver lo que se había aparecido delante de ellas. Ahí, flotando en el centro de la sala, estaba el fantasma del padre de Minerva, envuelto en su manto de telas viejas. 

—SALGAN DE MI PROPIEDAD. USTEDES NO SON BIENVENIDOS AQUÍ. 

Las criaturas permanecieron inmóviles y en silencio, mirando fijamente al anciano translúcido.

—¿QUÉ NO ME ESCUCHARON? ¡¡¡LARGO!!!

Entonces, una fina y delicada voz femenina habló: 

—Pero… Pero… —provenía de una de las nereidas, aunque no pudo decir mucho más, pues el anciano se había abalanzado con rapidez hacia ella, sujetando la mitad de su cuerpo con una sola mano. El hada acuática se retorció y gimió, intentando librarse del fantasma, dándose cuenta pronto de que sus esfuerzos eran inútiles, echándose a llorar sobre los putrefactos dedos que la sostenían. 

—Pero… —decía entre sollozos y lágrimas—. P-pero… ¡Por favor! ¡N-no me haga daño! 

—¿QUE NO TE HAGA DAÑO? ¡HAN INVADIDO PROPIEDAD PRIVADA! ¡Y MIREN LO QUE HAN HECHO! ¡HAN DEJADO TODO EMPAPADO Y ROTO! ¿QUIÉN VA A PAGAR POR ESTO SI NO SON USTEDES, EH? 

—¡N-no! ¡Nosotros no queríamos hacer esto! ¡Tiene que entenderlo! 

Alex, notando que el resto de las criaturas estaban igual de aterradas que la pequeña nereida, manteniendo su distancia del fantasma, optó por ponerse de pie, escuchando con atención la conversación entre el espectro y la nereida. 

—P-por favor… Tiene que escucharme… Nuestra patrona nos obligó. 

—¡NO ME IMPORTA QUIEN LES HAYA OBLIGADO! ¡VAYÁNSE DE AQUÍ AHORA!

—Espere —interrumpió Alex—. Deje hablar a la nereida, por favor. 

El fantasma le miró con incredulidad, sin soltar a la pequeña mujer. 

—Hágalo —insistió Alex—. Hágalo y nos iremos todos de aquí. Lo dejaremos en paz. Quizá… Quizá esto tenga que ver con su preciada piedra filosofal. Si deja hablar al hada quizá pueda recuperarla. 

Aquel último comentario pareció despertar el interés del fantasma, quien aflojó su mano hasta finalmente dejar ir a la nereida, flotando hacia una esquina de la sala, manteniéndose callado e inexpresivo. El hada suspiró con alivió y miró, todavía con algo de miedo en el brillo de sus ojos, hacia Alex, quien no había sido imprudente al no haber guardado de nuevo su varita, que mantenía bien alzada, lista para lanzar rayos de hielo. 

—Les advierto —comenzó a decir— que si hacen cualquier movimiento extraño los convertiré en hielo. No se atrevan a atacarme, y menos estando en la casa de un fantasma a quien no podrán tocar, pero él sí a ustedes. 

Escuchó a la nereida tragar saliva, para después aclararse la voz y decir dulcemente: 

—Lo sentimos… En verdad lo sentimos. Pero no tuvimos más opción… Ese ser nos tiene sometidas, incluyendo a nuestra patrona. No era nuestra intención causar tantos destrozos. 

—¿Y matarnos? Quizá no tenían intención de convertir este lugar en un cochinero, pero las vi muy dispuestas a matarme a mí y a mi compañero quien no sé si continúe con vida. 

La nereida negó con la cabeza, cerrando los ojos y apretando sus párpados, notablemente afectada por las palabras de Alex.

—No, tampoco teníamos intención de matarlos. Por más que el ser rojo nos lo haya ordenado, nuestra patrona ideó un plan para engañarlo y hacerle creer que seguíamos sus órdenes. Llevamos a tu amigo con ella para mantenerlo oculto y lo mismo íbamos a hacer contigo. Te prometo que no queremos matar a nadie ni tampoco lo haremos, nuestra patrona prefiere someterse a los castigos del ser rojo antes de ponerle un dedo encima a los humanos. Pero eso… eso no lo sabe él. Él no sabe que estamos conspirando en su contra.

»Sabemos que tarde o temprano se terminará enterando y sabemos que, cuando lo haga, sufriremos sus castigos, pero aún así todos estamos dispuestos a sacrificarnos para intentar derrotarle. Dejamos un hipocampo aquí cuando el ser rojo vino de visita, para que vigilara en caso de que llegara un mago y… según nuestros informes… encontró a uno que podría ayudar. ¿Es eso cierto? ¿Usted puede acabar con el Hada Roja? 

Alex recorrió la mirada por cada uno de los seres de agua que le rodeaban, quienes le miraban expectantes por su respuesta, con la esperanza de que pudiera liberarlos del mal que había estado persiguiendo desde hacía tiempo. 

—Esa es mi misión —contestó—, pero necesito saber a dónde llevaron a mi amigo para cumplirla. Por lo que entiendo, ustedes tenían pensado raptarnos para mantenernos alejados del Hada Roja y fingir que nos habían vencido, ocultándonos para poder huir y atraparle. ¿No es así? 

—¡Sí! —respondieron al unísono las nereidas. 

—Muy bien, pues. En ese caso será mejor apresurarnos, es posible que el hada vuelva a proyectarse aquí de nuevo. Llévenme con su patrona, por favor, y dejemos la casa de este fantasma en paz. 

—Alex —dijo la fría voz del fantasma desde la esquina donde se hallaba. El mago se volvió hacia él—. ¿Entonces crees poder hacerlo? ¿Crees poder recuperar mi piedra filosofal? 

—No estoy muy seguro —confesó Alex—. Me parece que el ladrón ha conseguido armarse bien con ella, por lo que será difícil arrebatársela. Pero le prometo que, de lograr recuperarla, se la devolveré. 

El fantasma asintió, sin cambiar su inexpresivo semblante. Comenzó a elevarse y desapareció tras el techo de madera. A pesar de haberse ido, el resto de las criaturas mágicas no se atrevió a moverse, temiendo que pudiera reaparecer para gritarles por destrozar su hogar. 

—Bueno… —comenzó a decir Alex—. ¿Me llevarán con su patrona? 

La nereida meneó la cabeza afirmativamente, formando una pequeña y tímida sonrisa en su rostro. 

—Vamos —dijo ella. 

Las criaturas marinas se pusieron en movimiento. Los hipocampos fueron los primeros en salir, seguidos por las nereidas, teniendo a Alex al final de la fila. 

—¿Le importaría si lo transportamos usando nuestra corriente? —le preguntó la nereida—. Así llegará más rápido. 

—Mientras no me resfríe, supongo que está bien —respondió Alex, guardando su varita dentro de la gabardina. 

La nereida asintió y silbó brevemente, llamando a cinco de sus compañeras que invocaron una abundante espuma en el suelo, justo debajo de los pies del mago, haciéndolo levitar. Seguido a eso, un hipocampo se transoformó en un chorro de agua y corrió hacia Alex, arrastrándolo con velocidad junto con la espuma dentro de un torrente de agua. Lo único que alcanzaba a distinguir eran estelas de color azul y blanco moviéndose a su alrededor como estrellas fugaces. Su cabeza le daba vueltas y, aunque cerró los ojos para evitar marearse, no pudo evitar sentir el torbellino que cubría su cuerpo por completo. Y entonces, cuando creyó que estaba por desmayarse, el agua y la espuma se desvanecieron y cayó sobre una superficie sólida y húmeda que, aunque le hizo sentir que su tormento por fin había acabado, maldijo al estamparse contra ella, llevándose un buen golpe en la espalda. 

Al incorporarse vio que estaba en el centro de una inmensa caverna repleta de agua cristalina, de cuyas profundidades emanaba una luz celeste que iluminaba con bellos reflejos y estelas sus paredes de piedras. Los hipocampos saltaban y nadaban a su alrededor y las nereidas chapoteaban y volaban, soltando risitas. Además de ellas, vio también sirenas que dormitaban entre las rocas, fuegos fatuos de color verde que saltaban por doquier y una especie de criatura que no logró reconocer: era mitad foca y mitad mujer; de piel pálida,  inmenos ojos negros y cabellos castaños alborotados. De éstas había otras cinco que no se movían del lugar en el que estaban: otra plataforma de piedra que sobresalía de la laguna subterránea, un poco más alejada de aquella sobre la que estaba Alex de pie. 

—¿Qué te parece? —dijo de repente la voz de la nereida. Se había aparecido a su lado, mostrando su tierna y tímida sonrisa, salpicando pequeñas gotas de agua al aletear sus alas. 

—Oh… Bueno… —respondió Alex, sin saber si dirigir su mirada hacia la nereida o hacia el mundo acuático que había a su alrededor—. No sé qué decir… Jamás en mi vida había visto algo así. Es precioso… 

—Me llamo Nix, por cierto. ¿Cuál es tu nombre? 

—Alex… Puedes llamarme Alex. 

—Mucho gusto, Alex. Espera un poco. Ella no tardará en venir. 

—¿Pero qué hay de mi amigo? Él está bien, ¿no es así? 

—Así es. Tú quédate tranquilo. Espera y verás. 

Nix se alzó en vuelo y fue a reunirse con un grupo de nereidas que pasaba flotando por ahí, dejando un rastro de burbujas tras ella. Alex permaneció de pie, viéndolas ir de un lado hacia otro, rodeadas del resto de criaturas que formaban un barullo repleto de chapoteos constantes, hasta que escuchó la voz de Johnson: 

—¡Alex! ¡Por aquí! —su amigo estaba flotando sobre un montón de espuma, descendiendo poco a poco hacia la plataforma de piedra, saludando con una mano y con la otra cargando un maletín—. ¡Mire! —dijo una vez que estuvo sobre el suelo—. Resulta que estas nereidas son como esas criaturas que usted decía la vez pasada…

—¿Pixies? 

—¡Sí! Parientes lejanos, según me contaron. Así que les he pedido que me trajeran las cosas que dejé en el departamento y no tardaron ni diez segundos en hacerlo. Eso sí, le sacaron un buen susto a Oderberg, que justamente estaba limpiando mi habitación cuando ellas aparecieron ahí. Ya he recargado mi revólver en caso de ser necesario. 

Alex usó su varita para invocar el hechizo de aire caliente que había usado con él y su compañero para secar sus prendas cuando aún estaban en el departamento, haciéndolo pasar por encima de todo su cuerpo para entrar en calor y librarse de la humedad. Se percató al terminar que el barullo dentro de la cueva se había detenido, las criaturas ya no chapoteaban ni hacían ningún tipo de ruido, sus sonidos habían sido reemplazados por un lejano goteo y un suave oleaje. 

—¿Qué está pasando? —le preguntó a Johnson. 

Él se encogió de hombros. 

De repente, vieron una figura inmensa alzarse desde el agua que tenían delante de ellos. Primero emergieron ocho tentáculos blancos que se abrieron como el capullo de una flor, revelando en su interior a una mujer con vestido color rojo coral, de piel blanca y cabellos dorados. Su cuerpo se alzó más y más, casi alcanzando el techo de piedra de la cueva, y Alex pudo ver que aquellos tentáculos formaban parte de ella desde la cintura hacia abajo. 

—¡Atrás, Johnson! —gritó Alex, empuñando su varita con fuerza y colocando una mano en el pecho de su amigo—. ¡Spar…! 

¡Sheket! —el hechizo del mago fue interrumpido por la voz de la mujer-pulpo, que extendió una delicada mano de uñas alargadas, perfectamente barnizadas en blanco y dedos finos desde cuyas yemas emergió un fogonazo blanco que impactó contra la mano de Alex y sacó volando su varita hacia el agua, aunque sin hacerle daño alguno —. Tranquilo, por favor —dijo—. ¿Tienes idea de quién soy? 

—Una bruja del mar —respondió Alex—. Jamás había visto una persona, pero he leído sobre ti. 

La mujer le dirigió una sonrisa que al mago se le antojó tímida, inocente y benevolente. 

—No, querido —respondió—. Me estás confundiendo. Sí, soy una bruja… Una cecaelia para ser más exacta. Pero no todas somos así, aquellas que tú conoces como “brujas del mar” son cecaelias que han caído en el lado oscuro de la magia. Pero yo no, querido. Me he mantenido pura por mucho tiempo y estoy dispuesta a ayudarles. Me llamo Elisa. 

—Oh… Bueno… —respondió Alex, calmándose poco a poco—. Pero… haces magia. 

—Sí, tontuelo —Elisa se carcajeó con la risa de una niña pequeña, entrecerrando los ojos y llevándose una mano a la boca—. ¿Es que no me viste invocar el sheket?. 

—Sí… Bueno…  No conocía bien a las de su especie y actué imprudentemente. Lo que quería decir es que no sabía que usara magia humana. 

—¿Magia humana? ¿Qué quiere decir?

—Bueno, el decir los hechizos en voz alta es algo propio de los seres humanos o similares, en especial cuando se quiere invocarlos rápidamente. Ayuda a lanzarlos con menor índice de fallo y a concentrarlos de mejor manera. Las criaturas mágicas… Bueno… Son mágicas. ¿Me entiende? Las nereidas le hicieron el favor a mi amigo de traerle sus cosas tan solo chasqueando los dedos, cosa que yo jamás podría hacer. ¿Si tan grande es su poder por qué limitarse a usar técnicas humanas? Sin ofender, por supuesto. 

Elisa torció los labios y miró hacia las criaturas marinas que rodeaban a los hombres sin que estos apenas se dieran cuenta, contemplándola con admiración desde las piedras y el agua. Las sirenas, nereidas e hipocampos le hacían saber con sus ojos que deseaban escucharle hablar y, de ser posible, recibir órdenes. 

La cecaelia sonrió con aire de añoranza y dijo: 

—Por favor, pónganse cómodos. 

Dos sillas con colchones de terciopelo aparecieron detrás de Alex y Johnson, al igual que una mesa de madera con dos tazas repletas de chocolate caliente con malvaviscos. 

—¿Gustan? —preguntó Elisa, hundiéndose un poco para estar a la altura de sus visitantes. Johnson miró fascinado su bebida y le dio un pequeño sorbo, extendiendo un pulgar en aprobación tras saborearla. La cecaelia meneó la cabeza agradecida y continuó—. Nix, ven, por favor. 

La nereida apareció al momento en el borde de la mesa. 

—¿Sí? —preguntó con entusiasmo. 

—Ve a traer la varita de nuestro invitado, por favor. 

—Aquí está —la varita de Alex apareció sobre sus manos al instante en el que Elisa terminó de hablar. Nix se la devolvió al mago con una reverencia. 

—Buena chica —dijo Elisa—. Ahora, dile a los demás que nos dejen solos. Me gustaría poder platicar con estos caballeros en privado. 

Nix asintió y se esfumó, dejando unas pequeñas burbujas revoloteando alrededor. Pocos segundos después, se escucharon a las criaturas moverse de su sitio, regresando a las profundidades del agua o metiéndose entre pequeñas grietas. No bastó ni un minuto para que la cecaelia y los dos hombres estuviesen a solas. 

—¿Me permitiría mirarla? —preguntó Elisa, señalando la varita del mago. 

—Ah, claro —respondió este, colocando su varita sobre las manos de la cecaelia. Ella la inspeccionó con la mirada, frunciendo los labios y pasando los dedos sobre cada fibra que conformaba a la vara.

—Está hecha con árbol de ambrosía, ¿no es así? —le preguntó a Alex, quien se mostró sorprendido al ver que Elisa sabía la naturaleza de su varita con tan solo mirarla. 

—Eh… Sí —respondió. 

—¿Qué puede decirme sobre ellos? 

—¿Sobre los árboles de ambrosía? 

—Ajá…

—Pues que son árboles con propiedades mágicas, su madera es utilizada no solo varitas, sino también para runas, puertas y toda clase de herramientas. Pero… yo asumo que eso usted ya lo sabe. ¿Por qué la pregunta? 

Elisa se alejó un poco, regresando la mayor parte de su cuerpo al agua. Tan solo extendió dos tentáculos más con los que sostuvo a los hombres por la cintura, envolviéndolos con fuerza. 

—¿Qué hace? —exclamó Alex, entrando en pánico de repente. 

—No teman. Vengan conmigo, les tengo que enseñar algo. 

La mesa y las sillas desaparecieron y ambos cayeron de espaldas contra la tierra. Comenzaron a ser arrastrados. 

—¡No, por favor! —exclamó Alex, viendo que sus pies estaban por entrar al agua—. ¡A este paso me voy a resfriar! 

Pero fue demasiado tarde. De nuevo sintió el agua cubrir su cuerpo, sintiéndose helado hasta los huesos. Descubrió que el agua era dulce y que podía abrir sus ojos sin temor a que se le irritaran, viendo que estaba en un inmenso vacío de color azul oscuro del que, en su parte más profunda, emergía una sutil luz blanca difuminada por la corriente. Vio algo moverse delante de ella. Algo que se retorcía. Con una boca gigante y ojos brillantes. Estaba encima de una colosal serpiente marina y era arrastrado hacia sus fauces.


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