Capítulo XII. Batalla en las Murallas

Alex se sirvió un poco más de té y bebió, con cada trago que daba sentía a su catarro desaparecer. Su garganta y nariz se aliviaban y recuperaba su ánimo usual, sintiéndose de nuevo con las ganas de emprender la aventura. 

—Antes que nada —dijo el mago a Charlotte, quien continuaba sentada delante de él, mirándolo con una sutil sonrisa—, ¿cómo es que usted prepara este delicioso té? Es verdaderamente mágico, y se lo digo siendo un mago. No se suelen ver cosas así en Londinium. 

—Si revelara mis secretos con el té a cada visitante que llega aquí los magos en Londinium serían extremadamente ricos —respondió la gobernadora con una sonrisa traviesa—. Dejarían a sus expertos en el té tradicionales sin empleo. Así que es mejor no decir nada al respecto. 

—Entiendo —Alex le devolvió la sonrisa y colocó su taza sobre la mesa. Soltó un suspiro de alivio y retomó su palabra—: Sabiendo que usted es una maga de gran calibre, me gustaría que me ayudara en un asunto muy específico, si no es mucha molestia. 

—Oh, usted me halaga, Alexei. Únicamente ha probado uno de mis tés, eso no me convierte inmediatamente en una gran maga. ¡Ni siquiera sabe usted si puedo hacer magia como tal! 

—Bueno, puedo verlo bien en sus ojos. Poseen el brillo característico que solo es reconocible entre hechiceros, aunque el suyo, naturalmente, es más intenso. 

Charlotte se ruborizó. 

—Bueno, ya diga cuál es su asunto, por favor —dijo—. Es más importante que hablar de mí.

—Mire, mis compañeros y yo viajamos de Londinium a Holiand, aunque de cierta manera en contra de nuestra voluntad. Un grupo de hipocampos y nereidas nos capturó y nos llevó hacia su líder, una cecaelia llamada Elisa. Ella, para nuestra sorpresa, nos acogió con mucha hospitalidad y durante nuestro hospedaje intentó enseñarme un conjuro de combate y, aunque hice mi mayor esfuerzo, no fui capaz de emplearlo. 

—¿Y cuál sería dicho conjuro? 

—Se llama Sheket. Según Elisa, que en paz descanse, pues fue asesinada por Kai-Kai, se puede emplear para desarmar a un adversario. Pero en cuanto empecé a practicarlo tan solo conseguía hacerme caer sobre el suelo.

—¡Oh, ya veo yo por qué! El Sheket es un hechizo que suele adaptarse a las condiciones del portador. En los seres feéricos hace que sus enemigos se desprendan de sus armas debido a que estos siempre se han enfrentado a múltiples cazadores de criaturas mágicas a lo largo de su historia. En usted y en mí, lo más posible, es que haga que nuestro enemigo pierda parte de su magia temporalmente. Al ser magos, solemos combatir entre nuestros iguales, ya sea por mero entrenamiento o en una batalla real. 

—Hmmm. Complicado, pero lo entiendo. Entonces si lo uso contra el Hada Roja tan sólo hará que pierda su magia por un breve instante, no podré hacer que se desprenda de la piedra filosofal al momento.

—Así es.

—Con razón no estaba pudiendo conjurarlo. No estaba empleando el método apropiado. 

—Lo ideal sería imaginar a su oponente sin ningún rastro de magia en su interior. Así lo podrás emplear. 

—Se lo agradezco, Charlotte. 

En ese instante llamaron a la puerta con fuerza, haciendo temblar la entrada. 

—Pase, por favor —dijo Charrlotte desde la sala. 

Un guardia abrió y caminó apresuradamente hacia donde estaban el mago y la gobernadora.

—Milady —exclamó, haciendo una reverencia. 

—Dígame qué sucede, capitán. Se le ve alterado. 

—Perdóneme, mi señora. Pero hemos registrado a un grupo numeroso de bestias afuera de las murallas. ¡Parece ser que se están preparando para atacar! 

Charlotte se quedó en silencio durante un instante en el que sus ojos adquirieron un aspecto lacrimoso, para después adoptar un sutil brillo blanco que tan solo Alex fue capaz de distinguir.

—Entiendo —dijo la gobernadora, poniéndose de pie—. Alerte a los ciudadanos y junte a las tropas sobre las torres de piedra. Esperen mis órdenes, me reuniré con ustedes de inmediato. 

—¡Sí, señora! —respondió el soldado, precipitándose hacia la salida rápidamente, echándose a andar sobre la nieve mientras que un tumulto comenzaba a desenvolverse entre la población del pueblo, dando a entender que la noticia del ataque ya se había esparcido. 

—Bueno, será mejor ponernos en marcha —dijo Alex, mirando fijamente a Lady Charlotte, sacando su varita sin apartar los ojos de ella.

—Sí —respondió ella—. Vamos a la muralla. Ahí nos encontraremos con los cazadores y tus amigos.


Los soldados que se encontraban merendando se pusieron de inmediato de pie y, armados con sus rifles, corrieron en fila recta hacia el exterior, escuchándose de vez en cuando algunas órdenes e indicaciones por parte de los oficiales. 

—Será mejor ponernos también en movimiento —indicó Lina, poniéndose de pie y ajustándose el cinturón, del que colgaba una espada negra. Nix y Johnson se dieron cuenta de que la misma arma envenenada estaba presente en el resto de los cazadores, quienes también se incorporaron, mirando el alboroto causado por la llegada de las bestias. 

—Muy bien. Ha comenzado —dijo Gunnarr—. ¡Eh, capitán! ¿Hacia dónde se dirigen las tropas? 

El capitán, que previamente había visitado a Lady Charlotte y a Alex, había llegado corriendo al cuartel para asegurarse de que ningún soldado se quedara atrás. Miró al anjana con los ojos bien abiertos, hizo una reverencia rápida y exclamó: 

—Hacia las torres situadas junto a la muralla. El enemigo está justo afuera, aunque apartado por varios metros. No han dado señales de moverse. 

—No sé si eso sea bueno o malo —dijo Gunnarr, más para él que para los demás—. ¡Vamos! ¡No hay tiempo que perder!

Corrieron detrás del capitán, avanzando por el mismo camino que habían tomado para llegar a las murallas que rodeaban al pueblo. Los habitantes se habían ocultado dentro de sus sótanos con gran velocidad, ya no quedaba ninguno en el exterior, lo que les permitió avanzar con mayor rapidez y llegar a las torres de piedra en poco tiempo. Ahí ya se habían reunido Alex y Lady Charlotte, contemplando la lontananza del bosque nevado que rodeaba al pueblo. 

—¿Cuál es la situación, milady? —preguntó Gunnarr al reunirse con la gobernadora. 

—Mire hacia allá —respondió Charlotte, señalando con un dedo índice extendido hacia adelante. En un inicio Gunnar, Johnson, Nix y los cazadores no distinguieron bien lo que había entre los troncos y la nieve, tanto por la oscuridad de la noche como por el frondoso follaje y las ramas que dominaban en el paisaje. Pero, al concentrar más sus miradas en la lejanía, pudieron ver inmensas figuras de pelaje blanco, acompañadas de otros seres más pequeños de piel azulada. 

—¿Esos son…? —comenzó a decir Johnson. 

—Ojáncanas —completó Gunnarr. 

—¿No tenían pelaje negro? —preguntó el hombre. 

—Pues por lo general, sí —respondió el anjana—.  Pero en ocasiones suelen adaptarse a diferentes entornos, al igual que los goblins. ¿Los ves también? Usualmente tienen piel marrón o verde, pero estos son azules por el clima. 

—¡Casi no veo nada! —exclamó Nix, llevándose una mano al entrecejo para vislumbrar mejor—. ¡Esta muy oscuro y hay mucha nieve! 

—No hay tiempo que perder —intervino Alex. Después, se dirigió a Charlotte, quien miraba con los ojos entrecerrados hacia la distancia—. Milady, de la orden de atacar. No podemos dejar que se acerquen a la muralla. 

—¿Pero por qué no se mueven? —interrogó Charlotte en un tono asustado—. Nada más están ahí, de pie.

—Tengo la sospecha —explicó Gunnarr— de que están organizando a sus tropas para atacar. Lo más posible es que haya más criaturas de las que podemos ver a simple vista, escondidas en el bosque, así que lo mejor es atacar mientras tenemos la ventaja. 

Charlotte asintió con la cabeza en silencio y, tras una pausa, exclamó: 

—¡Capitán! ¡Dispare hacia el frente! ¡Use todo lo que tenga en mano! 

El capitán, que estaba al lado de la gobernadora, meneó la cabeza en señal de afirmación. 

—¡Ya la escucharon, muchachos! —gritó—. ¡Disparen todo lo que tengan hacia esas bestias! 

Casi de inmediato se escuchó el rugir de los cañones que habían sido colocados sobre las plataformas de piedra, a su vez los rifles de cacería de cada soldado armado dispararon sus municiones hacia el fondo del bosque, sin comprobar si habían acertado en un objetivo o no. Alex y sus compañeros se taparon los oídos ante el barullo, aunque no se demoraron mucho en ponerse en movimiento también cuando vieron que el anjana y los tres cazadores descendían con movimientos ágiles por las murallas. 

—Johnson, Nix, ustedes quédense aquí. No dejen que nada toque estas murallas —indicó el mago—. Usen todos los medios que vean necesarios. Yo iré a reunirme con nuestros aliados. 

—Tenga mucho cuidado, por favor —respondió Johnson mientras comenzaba a untarse arcilla inflamable en las manos. 

—Siempre lo tengo, mi buen amigo. Siempre lo tengo —entonces, Alex extendió su varita, apuntó hacia el suelo y gritó—. ¡Explosionem! 

El mago salió disparado hacia el cielo, cayendo a los pocos segundos sobre una suave capa de nieve, justo al lado de los tres cazadores y el anjana. Los cazadores mantenían sus espaldas en alto las cuales refulgían con potente luz amarilla en sus hojas mientras que Gunnar invocaba de nuevo sus llamas rosadas. 

—Ah, es usted —exclamó el anjana, mirando de reojo al mago—. ¿Tiene algún hechizo en su arsenal que pueda matarlos a distancia? 

Alex se aproximó a Gunnar, mirando como una tormenta de disparos volaba por encima de ellos, impactando a pocos metros, en el bosque. También vio como las bestias comenzaban a ponerse en movimiento, los ojáncanas emprendían la marcha y los goblins tensaban arcos y empuñaban sus lanzas. 

—Sí, como este —Alex agitó su varita y la apuntó hacia el cielo oscurecido, cargándola con el rayo de las nubes en su punta, para después dirigirlo en forma de látigo hacia el ejército de monstruos. Los goblins, al recibir su impacto, se convertían en polvo casi al instante, mientras que los ojáncanas se demoraban por unos cuantos segundos más. Sin embargo, continuaba siendo insuficiente para frenar su ataque, incluso con los cañones y los rifles disparando el avance de las bestias no se detenía. Más ojáncanas y goblins emergían desde las sombras. 

—Venga, muchachos —dijo Lina a sus compinches—. Disparen.

Los tres cazadores extendieron una mano que se iluminó con el mismo brillo amarillo que poseían las hojas de sus espadas, de sus palmas una ráfaga de fuego salió disparada, envolviendo a los monstruos hasta dejar a los de las primeras filas de la orda chamuscados. 

Gunnarr, imitando sus movimientos, extendió ambas manos y usó su rayo rosado para atacar. El mago mantuvo su relámpago azotador, pulverizando a cada goblin que tocaba. Algunos de ellos disparaban flechas, pero estas no tardaban en convertirse en cenizas al hacer contacto con los hechizos de los cuatro magos que tenían delante. Los cañones, detrás de ellos continuaban disparando, haciendo pedazos a las criaturas de piel azulada y derribando a los ojáncanas de pelaje blanco; algunos de ellos se aparecieron desde el bosque cargando pesadas rocas que arrojaron como catapultas hacia la muralla. 

—¡Agánchese! —gritó el capitán a sus tropas, mientras que las rocas impactaban contra las estructuras de piedra, sembrando caos a su paso y despedazando los edificios y cañones. Gunnar, impulsado con su energía rosada, se apresuró a destruir a los ojáncanas lanza-rocas, descargando la energía contra sus cuerpos, tirándolos sobre la nieve sin darles la posibilidad de poderse levantar. 

De repente, una fiera salvaje apareció entre las tropas enemigas, brincando entre los goblins, aplastando a un par de vez en cuando. Tenía afilados dientes color plata, con la cabeza de un tigre blanco, el cuerpo de un gigantesco halcón y cola de reptil. Lina lo miró con ojos desorbitados.

—¡Pseudoquimeras! —gritó—. ¡Muchachos…! 

Sus dos compañeros ya se habían abalanzado sobre la bestia; sin embargo ella, con un raudo movimiento, usando su alargada cola cubierta de escamas, desvió sus ataques, golpeando sus pechos para después arrojarlos con una fuerza brusca hacia la nieve. 

—¡No dejen que entre! —gritó Lady Charlotte, al ver que la pseudoquimera se acercaba con velocidad a la muralla, rodeada de disparos que no le hacían ningún tipo de daño. Agitaba sus alas de halcón con torpeza, sin poder emprender el vuelo por completo, pero permitiéndole impulsarse para seguir saltando de un lado a otro—. ¡Dispárenle! 

Alex, ocupado con los goblins, al igual que Gunnarr con los ojáncanas, no pudo evitar que la pseudoquimera diera un gran brinco, extendiendo sus garras para comenzar a escalar la muralla de madera, dejando su superficie desgarrada con cada paso que daba. Usando su cola reptiliana, se deshizo de los soldados y cañones que tenía cerca una vez que se encontró sobre las torres y plataformas de piedra. 

—¡Milady! —gritó de pronto el capitán a la gobernadora—. ¡Ha logrado entrar! 

Lady Charlotte, sin embargo, se aproximó lentamente hacia la bestia, con una mirada decidida. Extendió ambas manos en cuyas palmas una luz azul celeste empezó a emerger. 

—¡Yo me encargo, capitán! —respondió—. ¡Ustedes sigan disparando! ¡No dejen que se acerquen! —En el momento en el que terminó de hablar, estiró sus brazos hacia adelante, apuntando a la pseudoquimera. Una brisa gélida y luminosa salió disparada de sus palmas, congelando a la bestia en hielo al golpearla. Lady Charlotte, moviendo sus manos como si con ellas hiciera acrobacias, elevó una brisa más, enviando al monstruo de nuevo al campo de batalla, a pocos metros apartados de la muralla. Sin embargo, al estrellarse con rudeza contra el suelo, la ligera capa de hielo que lo había cubierto tras congelarse, se hizo pedazos. La pseudoquimera se incorporó casi de inmediato, sacudiéndose la escarcha restante del plumaje, mirando con ira hacia la gobernadora.

—Oh, no —exclamó Nix—. ¡Aquí viene!

La bestia preparó sus torpes alas y sus filosos y relucientes dientes. Se despegó de la nieve, de nuevo dirigiendo su rumbo hacia la muralla de madera; pero, de repente, un fugaz destello lo derribó, acompañado de una serie de revoltosas llamas que hicieron al monstruo caer de nuevo. Desde el fuego, Lina emergió, sosteniendo su reluciente espada con ambas manos; aprovechó el aturdimiento de la criatura para rematarla, soltando un buen golpe que le derribó la mayor parte de sus dientes, para después clavar su hoja bajo su mandíbula; hasta finalmente colocarse a horcajadas con una veloz acrobacia para rebanar sus alas.

La pseudoquimera, sin soltar ningún aullido o grito de dolor, cayó muerta por fin. Lina, por su parte, se llevó una mano al pecho, intentando recuperar el aliento tras su movida. Alex, notándola exhausta, llegó corriendo para socorrerla, disparando relámpagos al azar para evitar ser atacado. 

—Bien hecho —le dijo a la cazadora—. ¿Te encuentras bien? 

—Mis muchachos… —respondió ella, jadeando—. ¿Están bien? 

Alex asintió con la cabeza, mirando de reojo al campo de batalla. 

—Me parece que sí —replicó—. Solo están inconscientes. Vamos, tenemos que ponernos en marcha. 

Lina, aunque todavía se mostraba exhausta tras su duelo con la bestia, asintió y emprendió la marcha junto a Alex, reuniéndose con Gunnarr, quien todavía lanzaba relámpagos rosados desde sus manos. La cazadora fue de inmediato hacia donde yacían sus camaradas, a pocos metros de la posición del anjana. Comprobó que, en efecto y para su alivio, estaban inconscientes y, cargándolos uno por uno, los condujo hacia la parte inferior de las murallas, protegida por el intrépido mago que atacaba a todo goblin u ojáncana que se le acercara. Lady Charlotte, percatándose de su situación, elevó a los cazadores noqueados usando su brisa, encargándole al cuerpo de médicos su atención. 

—¡Se están acercando demasiado! —gritó Lina a Lady Charlotte desde el interior de la muralla. 

—¡Debemos resistir hasta que lleguen los magos del rey! —respondió la gobernadora. 

—¿Y en cuánto tiempo será eso? 

Lady Charlotte no supo responder, quedándose en silencio. Lina, sin embargo, no tuvo tiempo para continuar conversando; la horda de ojáncanas y goblins continuaba aproximándose hacia ellos. 

—Esto está siendo demasiado —exclamó Alex mientras movía su látigo /relámpago con gran agilidad—. ¿Es que no van a dejar de salir? 

—¿Tienes algún plan, mago? —replicó Gunnar tras derribar a otro ojáncana de pelaje blanco. 

—De hecho, sí —respondió Alex—, pero voy a necesitar que me cubran. Tomará algo de tiempo. 

La cazadora llegó de repente, lanzando bolas de fuego a un grupo de goblins que había logrado evitar los ataques del anjana y el hechicero, dejándolos sobre la nieve con el pecho ardiendo. 

—¿Cómo cuánto tiempo necesitas? —le preguntó al mago—. Estoy comenzando a agotarme y sin mis compañeros será difícil manejar esto por mucho más tiempo. 

—Unos tres minutos serán suficientes. 

—¡Bien! —respondió Gunnarr—. Entonces quédate atrás de nosotros, y apresúrate. 

Alex asintió y se colocó justo detrás de sus dos compañeros mientras que ellos continuaban lanzando sus ataques de rayos rosados e intenso fuego. El mago, entonces, extendió su varita hacia el cielo y cerró los ojos con fuerza, canalizando toda su fuerza mágica en aquel hechizo que tanto había ayudado a su compañero Johnson. En la punta de su canalizador emergió una luz rojiza, casi del tono de la sangre; empezó a vibrar con fuerza, obligándolo a mantenerla sostenida usando ambas manos, todavía con los párpados cerrados. 

Tras un minuto y medio la luz aumentó su tamaño, convirtiéndose en una esfera luminosa, elevándose poco a poco en el aire hasta que, de repente, se dividió en varios fragmentos que, como fuegos fatuos, volaron por el cielo, dirigiéndose hacia las tropas aliadas reunidas en la muralla. Las luces impactaron sobre los cañones y los rifles del ejército de Lady Charlotte, iluminandolos con su luz escarlata: los cañones ampliaron su tamaño y no fue necesario recargarlos y los rifles relucieron con un brillo blanco, incrementando su capacidad de munición.

—¡Dios mío! —exclamó Lady Charlotte al contemplar el nuevo armamento que había aparecido de pronto entre sus tropas—. ¿Qué ha sido eso? 

—¡Es un hechizo especial de Alex! —exclamó Johnson—. ¡La Mano de Hefesto! 

—¡Increíble! ¡Esta capacidad de poder es increíble! —Lady Charlotte se volvió hacia su capitán—. ¿Qué esperan? ¡Disparen!

Cuando los rifles y cañones abrieron fuego, lo que salió desde sus interiores se asemejó más a una corriente de fuego y humo que balas de plomo, envolviendo a las criaturas entre sus llamas, convirtiéndose en cenizas, incluyendo a las fornidas ojáncanas. Alex continuaba con los ojos cerrados y la varita extendida hacia el aire, con el rostro perlado de el sudor, frunciendo el ceño.

—¡Están retrocediendo! —oyó decir a Gunnarr, incrementando un poco la potencia de las armas de fuego.  Los rifles disparaban como ametralladoras hilos de flamas y los cañones expulsaban fuego como si fueran dragones. Como el anjana había indicado, las criaturas restantes, que ya eran pocas, empezaron a retroceder, internándose de nuevo en el bosque hasta desaparecer entre sus sombras. 

—¡Lo hicimos! —exclamó Lina—. ¡Lo hicimos, Alex! 

El mago por fin abrió los ojos y, con una gran sonrisa, deshizo el hechizo, devolviendo a las armas hacia su aspecto original. La luz rojiza regresó a su varita hasta desaparecer; en el campo de batalla tan solo quedaban los cuerpos de las bestias derrotadas, la mayoría rodeada por charcos de sangre que, con la poca luz que había, poseía un aspecto oscuro, casi negro. Sin embargo, al darse la vuelta, Alex pudo percatarse del daño que habían recibido las murallas y las estructuras de piedra; los gruesos troncos se habían agrietado, algunos incluso partidos a la mitad, mientras que un par de torres habían sido derrumbadas casi por completo.  Entonces miró hacia la oscuridad que envolvía al bosque, intentando mirar entre sus sombras algún rastro de las criaturas que quizá, pensaba, todavía rondaban por ahí. Distinguió un sutil brillo brillo moverse, como si fuese un hada volando tras salir de su hogar, curiosa por descubrir qué era lo que había sucedido cerca de ahí hace unos segundos. 

De repente, dio un respingo. 

—No —exclamó sin aliento—. Esto no ha terminado. 

    Y entonces, el cielo se volvió rojo.


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