Capítulo IX. Entre la Nieve


Un grupo de personas se movía en forma de fila entre la nieve, haciéndose paso entre una ventisca cargada de violentos copos blancos y un suelo inestable y resbaloso. Los dos muchachos, llamados Lemke y Aurora, estaban al final de la línea, apenas pudiendo distinguir las siluetas de sus semejantes. Estas se fueron desvaneciendo poco a poco entre la nieve, hasta que no tuvieron más señales de ellas.

—¡Ya está! —dijo Lemke, enfurecido—. ¡Nos han dejado otra vez! 

—¿Pero cómo…? —exclamó Aurora, casi sin voz—. ¿Cómo es posible eso? Es la tercera vez que se olvidan que estamos detrás de ellos, cerrando la fila.

—¡Pues será que no les importamos! —repuso Lemke, dándose media vuelta y echándose a andar entre la tormenta. 

—¿A dónde vas? —le dijo Aurora. 

—A buscar un refugio. ¡Ya estoy harto de ellos! ¡Ahora sí que nos han abandonado! ¿Vienes? 

Aurora miró hacia adelante, con la esperanza de poder vislumbrar de nuevo a la fila de hombres y mujeres que habían seguido. Tras unos segundos de no ver nada más que un paisaje blanco y frío, siguió los pasos de Lemke, tomando un nuevo rumbo entre la nieve. 

Avanzaron hasta llegar a un frondoso bosque que, a causa del follaje y los troncos, la tormenta se veía obstruida, dejando su camino en tranquilidad, con tan solo algunos copos cayendo de vez en cuando. Caminaron por un claro hasta arribar a una vieja y abandonada cabaña de madera que, a pesar del tormentoso clima, aún conservaba sus ventanas y techo. 

—Debió pertenecer a algún cazador o leñador de la zona —dijo Lemke—. Vamos. Descansaremos ahí. 

—¿No estará habitada? 

—Lo más probable es que no. Todos abandonaron sus hogares en cuanto invadieron los bárbaros oscuros. 

—Pero entonces… ¿No sería mejor buscar otro sitio? Quizá todavía haya bárbaros por aquí…

Lemke negó con la cabeza. 

—Hasta donde tengo entendido la guerra ya se trasladó a otra zona y, aunque este sigue sin ser un sitio del todo seguro, tenemos algunos días de ventaja antes de que se movilicen las tropas de nuevo hacia acá. Estamos solos.

—¿Y eso es mejor? ¿Estaremos bien solos? 

Lemke le sonrió de reojo. 

—Ya verás que sí. 

Al entrar en la cabaña comprobaron que, en efecto, estaba vacía; hallaron en la despensa pan viejo y seco que, a pesar de su textura, resulta comestible, también encontraron algo de agua y un sofá con varias capas de cobijas que lo cubrían. Descansaron sobre él y almorzaron el pan en silencio. 

—Bueno —dijo Lemke una vez que terminaron, sacudiendo sus manos para deshacerse de las migajas—. Será mejor que descansemos. Quizá podamos quedarnos aquí un par de días, pero mientras tanto debemos de buscar una manera de llegar a un pueblo seguro. La Ciudadela de Darvir está a unos diez kilómetros al este, quizá podamos unirnos todavía al grupo de viajeros. 

Aurora asintió y se acostó sobre el sofá, envolviéndose entre sus cobijas, mirando fijamente a Lemke. 

—Iré a buscar otro sitio —exclamó él, poniéndose de pie. 

—No —Aurora sostuvo la mano de Lemke, suplicando por su compañía—. Quédate, tengo mucho frío. 

Lemke se mantuvo imóvil por un instante, sin poder apartar la mirada de los brillantes ojos de Aurora, sintiendo un frío escalofrío (que no era producto del frío) recorrer su cuerpo. 

—Esta bien —dijo, sentándose de nuevo. 

Aurora soltó una pequeña risa. 

—Pero ponte aquí a mi helado, te vas a helar si no te cubres —le dijo a su amigo. 

Lemke, temblando, se acostó junto a ella, sin poder apartar los ojos de su mirada. Antes de que pudiera procesar la descarga de emociones que conquistaban su mente, Aurora lo besó y él le correspondió, manteniéndose juntos y calientes por debajo de las sábanas, quedando dormidos entre sus brazos desnudos.

Un repentino golpe los despertó de sobresalto, abriendo sus ojos espontáneamente, hallándose tiritando de frío y vistiéndose rápidamente para entrar en calor. Ya había caído la noche y desde afuera de la cabaña no se oía ni el más leve sonido nocturno, ni las lechuzas o murciélagos emitían sus usuales murmullos.

—¿Qué ha sido eso? —susurró Aurora. 

—Creo que algo ha golpeado la puerta —respondió Lemke, en el mismo tono de voz—. Iré a revisar. 

Lemke sacó de su equipaje de viaje una espada corta que guardaba para aquellas ocasiones y, caminando de puntillas, se acercó hacia una de las ventanas de la fachada, mirando a través de ella. En un inicio no distinguió nada más que la gruesa capa de nieve que cubría el suelo y los oscuros troncos del bosque pero, después de pasar la mirada dos veces en un mismo punto, creyendo que se trataba de una extraña roca, comprobó que, en realidad, era la figura de una inmensa loba de mirada vacía que le sonría desde la oscuridad. 

El muchacho retrocedió sobresaltado, apresurándose a regresar de vuelta al sofá junto a Aurora. 

—Hay una loba… —dijo, comenzando a entrar en pánico—. Hay una loba allá afuera… Una grande y horrible. Nos estaba mirando —rebuscó de nuevo entre sus pertenencias, sacando de ellas una daga que entregó a Aurora—. Toma, por si acaso. Quedémonos aquí… Quizá se vaya. 

Se quedaron ahí sentados, sin decir nada, atentos ante cualquier posible sonido o movimiento. Sin embargo, no pudieron evitar estremecerse y dar un pequeño brinco cuando se escuchó un fuerte golpe en la puerta de la cabaña. 

—Está en la entrada —dijo Aurora con voz temblorosa—. Se ve desde acá. 

En efecto, Lemke pudo distinguir la inmensa figura de la loba de pie delante de la puerta, sin ejercer movimiento alguno, como si su pelaje no se viera afectado por las brisas nocturnas o como si en su pecho no hubiese pulmones que le hicieran respirar. A simple vista, aparentaba ser una  simple estatua de piedra. 

—Déjenme entrar, muchachos —dijo entonces una voz femenina, burlona y siniestra—. Los he visto entrar en esa cabaña, no hay nadie más con ustedes. Así que no tienen más opción que venir conmigo o morir. 

—Nos ha visto… —dijo Aurora, cerrando su boca sin poder terminar sus palabras. 

—¡Largo! —se atrevió a gritar Lemke—. ¡Vete de aquí! ¡Tenemos amigos poderosos que te harán pedazos si nos pones un dedo encima! 

—Amigos poderosos dices, ¿eh? —respondió la loba—. Pues yo no veo a nadie más que a ustedes, querido. De hecho, no hay nadie más que ustedes y yo en varios kilómetros de distancia. Dudo que tus amigos vengan hasta aquí. 

Los muchachos permanecieron en silencio, temblando de pavor y aferrándose a las frías empuñaduras de sus armas 

—¡SALGAN YA! —gritó la loba. 

La puerta de la cabaña se hizo pedazos y en ella entró la bestia, caminaba en dos patas y mostraba en su rostro una macabra sonrisa. Caminó con un paso tambalante hacia los chicos. Aurora gritó y se tiró al suelo mientras que Lemke alzó su espada y la agitó delante de la loba, intentando rajarle el pecho. 

—¡Atrás! ¡Vete! —gritó, logrando darle un profundo y recto corte en el estómago. De la herida, en lugar de sangre, brotaron cochinillas, gusanos y ciempiéces que cayeron sobre Aurora, quien continuaba todavía en el suelo. Llenándose de valentía, clavó su daga sobre la pata izquierda de la loba. 

La bestia aulló y le propinó una fuerte patada a Aurora, enviándola al extremo contrario de la sala. Luego, se abalanzó sobre Lemke, sujetándolo con ambos brazos mientras este se retorcía intentando librarse, agitando su espada sin poder hacerle daño alguno a la loba. 

—Aurora —dijo entre jadeos—. Vete. Huye ya. 

Aurora, sin poder decir nada, se puso de pie, mirando cómo su amigo era sujetado por las inmensas manos de la bestia. Respirando de forma entrecortada y sin tener el tiempo apropiado para debatirse entre ayudarle o huir, corrió hacia la salida de la cabaña y escapó entre la nieve. Pero, antes de perder de vista el lugar que durante unas cuantas horas había sido su refugio, miró fijamente su fachada. En la oscuridad que la rodeaba y las sombras que cubrían las paredes de la cabaña ya no se distinguía ni una señal de vida. La loba y Lemke habían desaparecido. 

Temiendo por el resgreso de la criatura, continuó avanzando, serpentando entre los troncos del bosque, llevándose un fuerte susto cada vez que escuchaba algún crujido o el ulular del viento. Sin saber hacia dónde se dirigía o dónde se encontraba, corrió en línea recta, con el frío aire acariciando su rostro. 

De repente, resbaló por un barranco, deslizándose sobre la nieve hasta caer sobre un río de agua helada. La corriente no era poderosa, sin embargo la baja temperatura la mantuvo paralizada durante un momento antes de poder nadar hacia la orilla, donde, una vez ahí, permaneció acostada bocarriba, respirando fuertemente, con las prendas frías y empapdas, reconociendo que no faltaría mucho para que muriera de hipotermia. 

Su vista comenzaba a nublarse poco a poco y el frío que sentía sobre su cuerpo se desvanecía, sin tener ningún tipo de sensación sobre ella. Conforme sus ojos se cerraban, distinguió la forma de tres focas que le miraban fijamente por encima de ella, con sus curiosos ojos repletos de piedad y cariño. 

No… No son focas —pensaba—. Son… Son mujeres. 

Las focas-mujer, viendo a la chica que reposaba sobre la nieve, ya con los ojos cerrados y entrando poco a poco en su eterno sueño, cruzaron sus miradas y, sin hablar, la recogieron entre sus brazos, cargándola sobre la nieve para así llevarla hacia su lugar seguro: una pequeña madriguera hecha de paderes de hielo y repleta de huesos de pescado. Ahí dejaron descansar a Aurora, envolviéndola entre gruesas pieles de foca para mantenerla abrigada. Durante tres días y tres noches no abrió los ojos y su cabello y rostro se tornaron pálidos, gritando de vez en cuando entre sueños. Cuando por fin despertó apenas habló y se mostró sumisa ante los cuidados de las focas-mujer que le traían sopa y pescado para comer.

Tras unos meses de permanecer bajo su cuidado, y aún sin hablar mucho y comiendo lo necesario, el cuerpo de Aurora creció y se acostumrbó a andar dentro de una de las pieles de foca que le habían regalado. Ya no sentía frío alguno sobre su piel, aunque el recuerdo de Lemke le continuaba atormentado cada noche de intranquilo sueño. 

Un día, mientras pasaba el rato sobre la nieve junto a sus nuevas amigas, se escuchó una voz humana que, a pesar de que al inicio había despertado en Aurora un halo de esperanza, de inmediato el horror inundó de nuevo sus emociones. 

—¡Ahí están! —era un cazador, armado con ballesta y flechas—. ¡Miren! ¡Son selkies! 

Una lluvia de flechas cayó sobre ellas. Aurora recordó las palabras de Lemke: “HUYE. VETE YA”. Deshaciéndose de sus pieles de foca y echándose a correr una vez más para escapar del peligro. 

—¿Qué fue eso? —alcanzó a escuchar decir a un cazador—. ¿Eso ha sido una mujer? 

Escapando de nuevo en el bosque, se deshizo en lágrimas, soltando un triste canto mientras corría, sin detenerse y sin importarle a dónde iría a parar en aquella ocasión, pensando que en caulquier lugar donde hallara un hogar este se despedazaría dentro de poco. Oyó unas pisadas que le seguían

—¡Espera! —gritaba una fúnebre voz partida en forma de eco que le hacía recordar al horrible acento de la loba—. ¡Espera! 

Sus piernas comenzaban a fallarle, tambaléndose por el cansancio hasta por fin caer sobre la nieve, arrastrándose con sus manos en un inútil intento de huir. Sintió un cuerpo pesado moverse por encima de ella, por lo que comenzó a forcejear, intentando despenderse de él. 

—¡Aurora, soy yo! —decía la voz.

—¡No! —gritaba ella—. ¡Déjeme en paz! ¡Se lo ruego! 

Para su sorpresa, la figura que la presionaba cedió a sus súplicas y se puso de pie mientras ella continuaba yaciendo sobre el suelo. Miró entonces su rostro; quizá, en un pasado lejando, habría sido el de un bello joven, pero se le hacía imposible imaginar que un ser cómo aquel en algún momento hubiese podido tener juventud o, cuando mucho, humanidad. Era pálido, al igua que ella, con una enorme boca que llegaba hasta la mitad de sus mejillas, ojos amarillos y un alborotado cabello rojo. Iba vestido con una túnica color carmín y le miraba con el rostro repleto de lágrimas. 

Entonces, tras aquellos ojos amarillos y húmedos por el llanto, lo reconoció. 

—Lemke —exclamó Aurora, con voz sollozante—. Pero… ¿Qué te ha pasado? ¿Qué te han hecho? 

Aurora se echó a llorar mientras Lemke le ayudaba a ponerse de pie, abrazándola con fuerza una vez que estuvo delante de él, sintiendo sus lágrimas caer sobre sus hombros y cuello. 

—No importa eso ahora —respondió Lemke, acariciando el rostro de Aurora—. Tú también has cambiado. Pero estamos juntos de nuevo. 

—Sí —respondió Aurora sollozando—. Juntos… Otra vez. Prometo no dejarte ir nunca más. No volveré a huir. Hay que buscar un hogar juntos… Regresar al lugar del que hemos venido. La guerra seguramente ya habrá terminado. 

Lemke se quedó en silencio por unos segundos. 

—No —dijo—. No podemos regresar a esa vida, Aurora. Ya no somos humanos, no pertenecemos a ese sitio. Además, ellos nos han dado la espalda en más de una ocasión. Ahora somos parte de este mundo. 

—¿Cuál mundo, Lemke? ¿De qué estás hablando? 

—El de los seres feéricos. Debemos quedarnos donde pertenecemos. 

—¡No! ¡Yo no me quedaré aquí! ¡Volveré a donde están los humanos!

—¿Y qué harás cuando vuelvas ahí, Aurora? ¿Crees que te recibirán con los brazos abiertos? 

—No… No lo harán… Por eso quiero volver… Quiero darles una lección, quiero verlos sufrir y proteger a quienes han lastimado, Lemke. Tú mismo lo has dicho, nos han dado la espalda.

Ambos guardaron silencio, mirándose fijamente, contemplando el nuevo aspecto que habían adoptado sus ojos. A pesar de haberse oscurecido y agrandando, a Lemke no le parecía que los ojos de Aurora hubiesen perdido su brillo. 

—¿Y cómo piensas hacerlo? —le preguntó. 

—No lo sé… Tendré que pensarlo. 

Tras un breve silencio, Lemke respondió: 

—Tras este tiempo he aprendido un par cosas… Cosas horribles e inhumanas, pero que al fin de cuentas podrán ayudarnos. Tengo una idea, aunque es posible que tengamos que separarnos. Pero te prometo que volveremos a juntarnos, esta vez en un mismo cuerpo, en un mismo aspecto, más poderosos de lo podríamos ser con estas formas.

—Oh, Lemke. ¿Estás seguro de eso? 

—Sí… Es la única manera. Tomará tiempo, pero verás que valdrá la pena. Ven conmigo.

Lemke extendió una mano hacia Aurora. Ella le miró con ojos empañados de lágrimas y junto su palma con la de él. Así, emprendieron el camino hacia un nuevo objetivo. 



El Mar de Darvir se había vuelto tormentoso casi tan pronto como el navío de la guarida de las criaturas marinas zarpó sobre él. Nix había tomado la iniciativa de ponerse sobre el timón, usando parte de la desgastada magia que le quedaba para mantener al barco en su rumbo y a flote tras verse envuelto en una furiosa tempestad. Johnson estaba en la cubierta, aferrado al cañón principal de la nave, a la espera de que se apareciera el demonio que los estaba atormentando. Alex, por su parte, se mantenía silencioso en la proa, con la varita en una mano, mirando en la lotananza en búsqueda de señales del Hada Roja. 

—¿Ve algo, señor? —le preguntó Johnson desde atrás. 

Alex negó con la cabeza, sin apartar la mirada del inmenso mar.

La lluvia caía cada vez con más fuerza sobre el barco y las olas adquirían un carácter salvaje, aumentando y disminuyendo su tamaño como si esforzaran continuamente en hundir la nave. El cielo, que una vez estuvo despejado tras la muerte de Kai-Kai, se había pintado de un tono bermejo, con nubes de color marrón arremolinándose por encima de la tripulación. 

—¡Cuidado! —exclamó Johnson en cuanto vio que una enorme ola se aproximnaba hacia la proa, justo donde estaba Alex de pie. Él alzó su varita y lanzó un fino rayo de luz azul clara para congelar el agua y, aunque pudo evadir a la mayor parte de la ola, no pudo evitar verse derribado por el impacto.

Las olas incrementaron su tamaño, formando una especie de muro alrededor del barco que lo seguía mientras este intentaba mantener su curso estable. 

—¡Mire allá! —señaló de nuevo Johnson, apuntando hacia la cima de una inmensa ola que se agitaba a pocos metros del estribor. Una sombra humanoide se movía encima de ella, del tamaño de un gigante y con un par de grandes esferas luminosas en su parte superior que simulaban la apariencia de dos ojos. 

—Es él —exclamó Alex con voz queda—. Dispare, Johnson. 

Johnson encendió el cañón usando un poco de la arcilla inflamable, apuntando hacia la monstruosa sombra que se movía entre las aguas. La bala tan solo logró atravesarle, sin que la silueta sufriera ningún tipo de daño, sin embargo, sí logró despistarla y hacerle cambiar de lugar, retrocediendo un poco. Alex empuñó de nuevo su varita, incorporándose de la cubierta y lanzando un fuerte relámpago hacia la entidad oscura, logrando partirla en distintos pedazos difuminados los cuales se esparcieron sobre el agua tras estallar en una luz rojiza. 

Alex, tras lanzar su hechizo, se desmoronó de nuevo sobre la cubierta, agotado tras la sacudida del breve combate. Johnson fue a socorrerlo mientras que a su alrededor el clima se tranquilizaba; las olas regresaban a su calma usual y las nubes por encima de ellos se desvanecían. 

—¡Alex! —exclamó Johnson, colocándose de rodillas al lado de su amigo—. ¿Se encuentra bien? 

—Sí, sí —respondió el mago, casi sin aliento—. Venga, ayudéme a levantarme. 

Johnson le extendió un brazo a Alex quien se sujetó de él para volver a ponerse de pie, guardando la varita dentro del abrigo de piel de foca. Los dos caminaron hacia el interior del navío, dirigiéndose hacia la cabina principal. 

—¿Realmente era el Hada Roja, Alex? —preguntó Johnson mientras subían por una escalera de madera que crujía con cada paso que daban. 

—No lo creo, Johnson —respondió el mago—. Me parece que era la forma a la que se refería Kai-Kai, esa a la que llamó como umibozu. Aunque lo más probable es que élñ desconociera completamente el verdadero origen de nuestro enemigo el cual, por desgracia nuestra, parece ser más poderoso de lo que pensábamos. Crear proyecciones que alteren el clima no es tarea fácil, mi buen amigo. 

—Pero… Volverá, ¿no es así? Ya que nos ha visto…

—Es lo más posible, sí. Debe estar enfurecido. Sin embargo, creo que le tomará tiempo volver a formar una proyección lo suficientemente fuerte como para que pueda hacernos frente. Hemos frustrado sus planes en más de una ocasión, así que más vale que no nos subestime. 

Abrieron la puerta de la cabina principal, la habitación consistía de una amplia sala con sofás viejos, una mesa de trabajo y una larga ventana que daba vista a la cubierta. Tomaron asiento y Johnson se encargó de colocar un poco de arcilla inflamable sobre un plato para encender algo de fuego y entrar en calor. 

—Debe usted descansar —dijo Johnson a Alex—. Es evidente que el suceso en la esfera de cristal le afectó. 

Alex se encogió de hombros y, acto seguido, soltó un suave estornudo. Del interior de su gabardina, que estaba por debajo del abrigo regalado por las selkies, sacó un pañuelo que usó para limpiarse la nariz.

—Lo sé —respondió tras guardar de nuevo el pañuelo en su gabardina roja—. Pero nuestra situación actual me lo impide, Johnson. Debemos estar alerta, pues podría decirse que estamos entrando en una zona de guerra. El Hada Roja va a buscar acabar con nosotros, eso téngalo por asegurado. 

De repente, la nereida Nix apareció delante de ellos. Jadeaba con fuerza, evidentemente afectada por el horrendo clima que había amenazado al barco hacía poco. Se sentó sobre el alféizar de la ventana, mirando a ambos hombres. 

—Esto no me gusta —confesó Nix—. Ese hada horrible nos está persiguiendo… ¿Ya tenemos pensado algún plan para acabar con ella?

—Por ahora, no —confesó Alex—. Sin embargo, me parece que las selkies conocían algo sobre ella. ¿Tienes idea de a qué pudieron haberse referido? 

Nix entornó los ojos con aire pensativo y respondió: 

—La verdad no. Siempre fueron muy reservadas en cuanto a sus temas personales, es posible que si supieran algo ni siquiera se lo hubiesen confesado a Elisa. Pero… ¿Qué más da? Lo que nos importa es destruirla. 

—Sí… Bueno… En eso tienes razón. Aunque quizá saber un poco más de ella nos pueda ayudar a derrotarla. 

—A estas alturas es más probable que ella nos termine buscando a nosotros que nosotros a ella. Está furiosa con nosotros tres. Quizá deberíamos pensar en alguna manera de derrotarla la próxima vez que se aparezca. 

Se hizo un breve silencio mientras que cada uno pensaba en posibles alternativas. 

—Bueno, debemos considerar que hasta ahora tan solo nos hemos enfrentado a proyecciones de ella —explicó Johnson—. Entonces quizá jamás podamos vencerla si se nos aparece en esa forma. 

—Tiene usted razón —convino Alex—. La clave posiblemente esté en la piedra filosofal. Si logramos hacer que la suelte dividiremos las dos partes que la conforman y así podremos deshacernos de ella con mayor facilidad. Aunque también es cierto que para ello necesitaremos enfrentarla en su forma definitiva, sin proyecciones.

Johnson y Nix asintieron con la cabeza, dando razón a sus palabras. 

—Iré al timón, me parece que ya estamos por llegar —informó Nix.

—Eso ha sido rápido —respondió Johnson. 

—Aunque no lo parezca llevamos aquí más de cuatro horas y, fuera del inconveniente con el hada, hemos tenido un viaje bastante tranquilo. 

Nix se desapareció y reapareció en la cubierta en un abrir y cerrar de ojos, dejando de nuevo solos a los dos hombres.

—Iré con ella —anunció Johnson—. Usted quédese aquí, Alex. Necesita descansar.

El mago estaba por reponer pero su misma debilidad le impidió ponerse de pie, acomodándose sobre el sofá y cerrando los ojos. Johnson, viendo que por fin su amigo estaba dispuesto a descansar, salió de la cabina y se dirigió al puente de mando, donde encontró a Nix flotando delante del timón, usando una pequeña brisa de aire para moverlo de vez en cuando. 

—¿Por fin está descansando? —le preguntó la Nereida al verlo llegar.

Johnson asintió con la cabeza, sonriendo ligeramente.

—Muy bien —respondió Nix y, tras un breve silencio, dijo—. ¿Ves esa franja oscura de allá adelante?

—Ajá —afirmó Johnson.

—Ese es nuestro destino. Bienvenido al Reino de Darvir. 


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