Dragón

 Me había dicho a mí mismo al inicio de la guerra que en el momento en el que viera un dragón en el aire podría darme por perdido, por lo que, tan pronto como escuché unas gigantescas alas batir contra el aire y un rugido ensordecedor, comencé a recordar todo momento de alegría que había vivido en mis veinte años de vida. La chica que amaba y había dejado atrás en la ciudad, el cariño de mis padres, largas tardes y noches escuchando música en nuestro tocadiscos. Recuerdos que me hicieron sonreír a pesar de la situación a la que me afrontaba. 

—¡Alek! —escuché a mi sargento gritarme. —. ¡Alek, muévete de una jodida vez! ¡Muévete! 

Tenía los ojos repletos de lágrimas mientras oía a lo lejos las brasas quemar el campo de batalla, destrozar a mis camaradas y desatar el infierno sobre la tierra. Claro está que el enemigo poseía terribles armas como cañones, ametralladoras y avionetas salvajes. Pero el dragón. Del dragón no había salida. Con olfato imposible de engañar, un oído agudo y su aliento que carbonizaba todo lo que tocaba podíamos dar la batalla por perdida.

Cerré los ojos, esperando a que el calor llegar a mi cuerpo y todo desapareciera. Unos últimos recuerdos no me harían más daño del que el dragón estaba por darme. Saboreé los momentos tristes, los alegres. Las discusiones y las carcajadas. Veinte cortos años de existencia resumidos en unos pocos segundos, y aún así los sentía como la más pura de las eternidades. 

Pero de repente sentí algo que me tomaba del hombro y me obligué a abrir los ojos. Era el sargento. 

—Demonios, Alek. ¡Vas a hacer que te maten! 

Y como si fuera un niño pequeño regañado por su padre, me llevó a rastras por el campo de batalla y no nos detuvimos hasta llegar a una trinchera protegida por una docena de nuestros camaradas. Me encontré de repente enfurecido con el sargento. ¿Había arruinado quizá la mejor puerte que podía tenerse en el campo de batalla? ¿Me había privado de mi voluntad de decidir? Poco importaron mis pensamientos, pues de repente fui interrumpido por un rugido cuya potencia dejó sordos mis oídos durante un minuto en el que tuve que mantenerme pecho tierra entre lodo y sangre, sin saber qué era lo que había sucedido. Si bien los rugidos del dragón eran fuertes, aquel que resonó de repente por el aire era una suma de veinte de estos, como si hubiera estallado una bomba justo encima de nosotros. 

—¡Ponte de pie! —me gritaban. No pude descifrar de quién era aquella voz, pero pude obedecer. La sordera se disipaba poco a poco. 

Me incorporé y pregunté al sargento: 

—¿Qué ha sido eso? 

Pero él no respondió, contemplaba el horizonte con una macabra sonrisa que ya le había visto más de una vez, cuando miraba algo que le complacía o excitaba. Miré entonces hacia el campo de batalla desde el borde de la trinchera y distinguir dos colosales siluetas moviéndose una encima de la otra, acompañada de rugidos y gritos que me hacían cubrirme los oídos con ambas manos. Distinguía una cabeza de un lado y un brazo del otro, y encima una cola y abajo otra. 

—¿Qué es eso? —dije en voz alta. 

—El enemigo consiguió dragones de batalla —respondió el sargento finalmente—. Naturalmente nosotros no nos quedaríamos atrás.

—¿Qué es eso? —repetí. 

—Un ichneumón, su depredador por naturaleza. ¿Qué más podría ser, soldado? 

Me continuaba siendo imposible descifrar la forma exacta de ambas bestias, por lo que tomé prestado unos binoculares de uno de los soldados que nos acompañaba mirando el espectáculo. Miré a través de ellos, pero la confusa pelea no parecía tomar una forma que fuera comprensible para mis ojos. Apunté los lentes hacia el otro lado del campo y distinguí los cascos rojos del enemigo, moviéndose de un lado para otro, gritando, alzando los brazos y aplaudiendo. Celebraban. ¿Por qué celebraban? 

Entonces miré hacia mis camaradas, pues me extrañó de repente no escucharles disparar o dar órdenes para derribar a los monstruos. Ellos aplaudían y celebraban por igual, sin apartar la mirada de los dos monstruos. El campo de batalla se había convertido en un coliseo donde veíamos a dos gladiadores luchar hasta la muerte, con la esperanza de ver sangre y tripas salir desde sus cuerpos. 

—¿Qué hemos hecho? —dije más para mí que para ellos. 

Y por un instante deseé haber muerto, reducido a cenizas por el calor del dragón. 


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