El Atotolin

 En la zona donde hoy en día se encuentra Hildaria, gran ciudad con calles de adoquines, torres de piedra y rodeada por un extenso páramo, solía existir una pradera amplia y húmeda, donde los ríos corrían en abundancia, desembocando en lagos extensos y relucientes. Es digno de mencionarse que, por aquel entonces, los ojos de los humanos aún no contemplaban aquel paisaje; sus aldeas y templos más cercanos se hallaban a varios kilómetros al sur. Sin embargo, aún así, uno de ellos, joven y fornido, logró llegar tras una caminata ruda y prolongada, perdido en aquel sitio sin señales de rostros conocidos, tan solo agua, césped, árboles y pequeños animales.

¿Cómo había llegado aquel muchacho a dicho sitio? Nadie lo sabe, pero ahí andaba, caminando con las piernas entumecidas y descansando dentro de cuevas que de vez en cuando hallaba y capturando peces de los ríos y lagos. Los animales por ahí eran pequeños, no más que roedores y reptiles chiquitos. Y, sin embargo, deseaba darse un banquete digno de reyes, pues había olvidado lo que era comer con decencia una buena merienda, caliente, acompañada con verduras y una buena bebida. 

Fue entonces, un tranquilo día en el que se paseaba por el río, cuando lo vió. Era la bestia más grande que había visto en su vida, de cabeza gigante, con garras del tamaño de las manos de un ogro y un plumaje que parecía contener las plumas de todo tipo de ave, revolviéndose en un aspecto majestuoso y reluciente que destacaba por encima del verde de la pradera y el celeste del cielo. 

—La necesito —se dijo mientras la contemplaba escondido entre la maleza—. ¡La necesito! 

Sabiendo que no podría vencerla a puño limpio, se puso manos a la obra para construir una lanza, afilado una delgada piedra para fomar la punta y amarrándola a una rama con lianas y cabellos. Una vez que estuvo lista, se acercó sigilosamente por atrás de la gigantesca ave que bebía agua a la orilla de un río. Antes de que esta pudiera reaccionar, la lanza ya estaba clavada en su nuca, y ella derribada sobre la orilla, sangrando abundantemente. 

El muchacho se precipitó sobre ella y dedicó su tarde y noche a quitarle las plumas y separar la carne de las tripas, encontrando en ellas, de forma muy extraña, una pequeña perla blanca. Sin embargo, no se entretuvo mucho con ella, arrojándola al río junto con las plumas de todos los colores y tamaños, perdiéndose estas en la corriente. Cocinó entonces al ave sobre el fuego, acompañándola con hierbas para sazonarla. Una vez que hubo terminado se dio su merecido banquete bajo la luz de la luna, comiendo en la más intensa de las felicidades mientras que la perla y las preciosas plumas viajaban eternamente por las aguas, para no volver ser encontradas jamás. 


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