Los Duendes y sus Jarrones (Cuento de hadas)

 Los duendes del valle Lagunes eran grandes admiradores de las piedras preciosas, los objetos brillantes y todo tipo de objeto cuyo valor estuviese involucrado con tan solo darle una mirada. Uno podría preguntarse cómo era que obtenían tales riquezas; la respuesta es, sin lugar a dudas, bastante simple. Los duendes se organizaban en grupos numerosos y saqueaban aldeas o castillos cercanos, llevándo todo en sacos y carretas hacia sus casas hechas de barro y paja en el valle. 

En uno de sus más recientes saqueos de aquella época, habían logrado conseguir un peculiar botín: una gran caja de madera repleta de jarrones de barro, decorados con imágenes de héroes y criaturas fantásticas. Había la cantidad exacta para que cada miembro de la tribu de los duendes recibiera uno, casi como si fuera un regalo de los dioses destinado para ellos y únicamente ellos. Así pues, cada duende se llevó a casa un jarrón, que guardaron bien en sus repisas, cofres o almacenes. 

Un fin de semana calmado, que los duendes, al igual que muchos de nosotros, aprovechaban para descansar, un duende verde y arrugado llamado Rolf había invitado a un amigo suyo a su humilde hogar, otro duende (como era obvio) de nombre Teo, para pasar la tarde bebiendo té o jugando ajedrez. 

El pobre Teo, que de por sí era algo torpe, se había pasado de copas la noche anterior, por lo que llegaba a casa de Rolf tambaléandose, eructando y soltando incoherencias. 

—¡Pero si eres tonto, Teo! —le gritó Rolf—. Estás tan borracho que ni te puedes mantener de pie. ¡Vete! ¡Fuera de aquí! Regresa cuando estés sobrio. 

Teo no pareció escucharlo, continuó caminando a trompicones por el vestíbulo, acercándose lentamente hacia una repisa donde Rolf exhibía su preciado jarrón. 

—¡Eh, cuidado! —le gritó.

 Pero Teo estaba sordo en ese momento, apenas consciente de lo que sucedía a su alrededor. Tras dar tres pasos tambaleantes más, finalmente tropezó; por su buena suerte no fue a parar al suelo, pues logró sujetarse al borde de la repisa, ahí permaneció colgado durante un segundo, antes de que esta se viniera abajo, haciendo pedazos todo lo que contenía, incluyendo el jarrón, que impactó en el suelo desmoronándose. 

—¡Zoquete! —exclamó Rolf—. ¡Has roto mi jarrón! ¡Fuera de aquí! ¡Vete!

Rolf empujó al otro duende hacia la entrada de su casa, sacándolo de ahí con una patada. Teo cayó sobre la hierba, revolcándose sin apenas enterarse de lo que estaba sucediendo. Quizá creyendo que su reunión con su amigo Rolf ya había terminado, se puso de pie y sin ninguna preocupación se dirigió de vuelta a su casa, donde una vez ahí se dejó caer sobre su sofá y se quedó dormido. 

Se despertó cuando escuchó que alguien llamaba a su puerta. Estaba un poco más sobrio, por lo que pudo levantarse sin problema alguno para abrir. Sin embargo, antes de llegar a la entrada, se detuvo, mirando una mesa decorativa que ocupaba el vestíbulo. Ahí, donde se suponía que debía de estar su jarrón, tan solo encontró pedazos de barro desparramados por la superficie.

Se apresuró a abrir la puerta. En el umbral se encontraba Rolf, con el rostro enfurecido, cosa que desconcertó a Teo. 

—Ah, hola, Rolf —dijo—. ¿Estás bien? 

Rolf gruñó, apretando los puños. 

—¿Qué si estoy bien? —respondió—. Esperaba ver si podrías compensar mi jarrón que rompiste. ¡De buen agrado aceptaría algo de oro! 

—¡Qué curioso! —respondió Teo, quien no recordaba nada de lo sucedido en casa de Rolf—. Mi jarrón también está hecho pedazos. No lo habrás roto tú, ¿o sí? 

—¡Déjate de tonterías, Teo! ¡Dame mi dinero! 

—No sé de qué hablas pero, mira, pasa. ¡Mi jarrón también está hecho pedazos! ¡Y quiero encontrar al responsable de esta fechoría! 

—Teo, por favor, ¡basta de juegos!

Sin embargo Teo lo tomó del brazo y lo arrastró hacia el vestíbulo, mostrándole con mano extendida lo que había sido de su jarrón. 

—¿Lo ves? —dijo—. ¡También está despedazado! 

—Bueno, bueno —respondió Rolf—. ¡Creo saber quién fue! ¡Pero solo te lo diré si me entregas el oro por la compensación de mi jarrón! 

Teo accedió a regañadientes y le entregó una gran bolsa de tela repleta de monedas y copas de oro. Rolf, después de morderlas con sus puntiagudos dientes para comprobar su valía, dijo: 

—¡Bien! El duende que hizo esto no pudo haber sido más que Tudor, el que vive en la casa de al lado. Búscalo y rompele su jarrón, porque él no tiene tanto oro guardado como tú o yo como para andar pagando deudas. Así estarán a mano. 

—¿Tudor? ¿Estás seguro? 

—Sí. Por ahora tú y yo ya estamos a mano. ¡Así que me voy! 

Rolf se fue de la casa de Teo dando un portazo y él, clavado de pie en la sala, perplejo por la actitud de su amigo, meditó sobre lo que este le había dicho acerca de su duende vecino. 

—Sí, debe de ser él —concluyó—. No hay muchos duendes por esta zona, y Tudor es pobre comparado conmigo o con Rolf. ¡De inmediato iré a demostrarle quien manda! 

Así, Teo se puso en marcha, llegando en poco tiempo a casa de su vecino Tudor. Golpeó repetidas veces la puerta, sin embargo nadie respondió. Era evidente que el duende no estaba en casa. 

—¡Bueno! —se dijo Teo—. No me queda más que irrumpir en su hogar y destrozarle el jarrón. 

Se escabulló por una pequeña ventanilla que daba hacia la sala principal del duende. El jarrón estaba en el centro de una mesa de madera. Teo no tuvo que hacer más que estamparlo contra el suelo, huyendo de ahí por el mismo lugar por el que había entrado. 

No pasó mucho tiempo para que Tudor regresara y se diera cuenta de lo que había sucedido con uno de los pocos tesoros que poseía. 

Enfurecido, exclamó: 

—¡Ese, Drider! ¡Vive en las afueras y siempre viene a husmear por aquí! ¡Seguro que fue él! 

Armado con un martillo, fue directamente hacia la casa de Drider, ubicada en donde terminaba el territorio de los duendes y comenzaba un bosque oscuro y espeso. Drider le abrió la puerta con una sonrisa que pronto se desvaneció cuando vio lo enfurecido que iba Tudor, quien no esperó a que se le invitara a pasar y fue directamente hacia el jarrón del duende, partiéndolo en pedazos. 

Drider, sumido en una arranque ira, se dirigió hacia a la aldea, dispuesto a hacer pagar a alguien por la fechoría cometida por Tudor; le habría roto también el jarrón, pero en cuanto se enteró que el suyo también se hallaba hecho pedazos, le pareció buena idea romper uno o dos jarrones ajenos para descargar su ira. 

A la mañana siguiente, un grupo de jinetes errantes se topó con el caos que se había desatado en la aldea. 

—¡Mírenlos! —exclamó uno de ellos—. ¡Están rompiendo los mismos jarrones que robaron hace unas semanas al artesano del rey! 

—Son duendes —respondió otro—. Robar es lo suyo. 

—Sí… ¿Pero romper? ¡A este paso se quedarán todos sin jarrones! 


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