La Dama y el Kelpie (Cuento de hadas)

 La Dama y el Kelpie 



Una noche, una bella dama huyó de su cómodo palacio para reunirse con un kelpie que vivía en las afueras de su aldea, dentro de un lago sombrío rodeado de juncos, nenúfares y manglares. Los kelpies se habían ganado la mala fama de ser espíritus engañosos de las aguas, pues por aquel entonces los de disfrutaban de cometer actos horribles adoptando la apariencia de un hombre elegante para seducir mujeres o engañar pescadores, llevándolos hacia las orillas de lagunas y ríos, ahogándolos en sus profundidades antes de que pudieran hacer algo al respecto. También muchos eran los que preferían transformarse en un blanco corcel, permitiendo que niños y niñas montaran en sus lomos, lanzándose hacia el agua con ellos encima para no volverles a ver jamás.

Lo que hacían con sus víctimas ahogadas y con qué propósito era algo desconocido, incluso hasta nuestros días no se sabe qué fue de aquellos que se perdieron en la inmensidad de las aguas arrastrados por los kelpies. Sin embargo, las malas lenguas hablaban sobre ellos como los monstruos que eran en su mayoría, y dichos cuentos habían llegado a la aldea de la dama, así como a muchas otras. Era, pues, de esperarse, que todos los habitantes, incluyendo a sus padres, rechazaran su relación con la infame criatura de las aguas. 

—¡Ah, pobre de mí! —exclamaba la mujer mientras se acercaba hacia el lago—. ¿Cuándo será el día en el que todos entiendan que mi amado no tiene nada de malo? A ver… ¡Kel! ¡Kel! ¿Dónde te encuentras amor mío?

Las aguas comenzaron a moverse y de ellas emergió un hombre bien vestido, con traje de la época, de cabellos blancos y ojos eléctricos. Caminó hacia la orilla, sin ningún rastro de algas, lodo o humedad sobre él. 

—¡Ah, mi dulce dama! —exclamó el kelpie llamado Kel—. ¿Qué se cuenta por ahí en el palacio de la aldea? ¿Sus padres se encuentran bien? 

La dama negó meneando la cabeza con tristeza. Sus padres, reconocidos gobernantes de dicha aldea, ya habían amenazado más de una vez con enviarla al extranjero si continuaba escapando de casa para reunirse con la criatura. 

—¡No sé qué haré, Kel! —dijo con voz sollozante—. ¡Ellos no entienden nada! Temo que todo esté perdido. 

—No temas, querida. ¡Yo mismo iré a hablar con ellos! ¡Les demostraré que soy un kelpie de valor y no tienen por qué temerme! 

—¡Oh, por los dioses! ¿En serio haría eso por mí? 

—¡Por supuesto! Vamos, pongámonos en marcha ahora mismo rumbo a su palacio. Hay que dejar este asunto arreglado de una vez. 

Emprendieron entonces su camino de vuelta a la aldea de la dama. Kel se transformó en corcel blanco para arribar lo antes posible. Sin embargo, ya dentro de las murallas del palacio, mientras la pareja venía de vuelta, el padre de la dama conversaba con un viejo piromante en sus aposentos. 

—¡Tiene que deshacerse de él! —le dijo, dando un puñetazo sobre la mesa—. ¡Esa bestia está contaminando a mi hija! Le daré una recompensa generosa, eso está prometido. ¡Pero tiene que deshacerse de él lo más rápido que pueda! No me importa si le rompo el corazón a mi querida hija. Esto se hace por su bien. Váyase ya a buscar al kelpie. No perdamos más tiempo. 

—Hmmm —murmuró el piromante. Se acercó hacia la chimenea del gobernador y chasqueó los dedos. Una poderosa llama emergió sobre leña —. No será necesario ir a buscarlo, mi señor. 

—¿Qué? ¿Qué quiere decir? 

—Lo puedo ver en mis llamas, señor. Viene hacia acá, acompañado por su hija. 

La dama y el kelpie llegaron a la aldea durante la medianoche. La criatura se transformó de nuevo en el apuesto hombre y acompañó de la mano a la muchacha hacia una escalinata de mármol que conducía hacia el interior del palacio. Sin embargo, se detuvieron al ver al piromante aguardando por ellos en el primer peldaño. 

—¿Quién eres tú? ¿Qué haces en el palacio de mis padres a estas horas de la noche? —quiso saber la dama. 

—Será mejor que se aparte —respondió el piromante, agitando las manos, encendiéndolas en su intenso fuego que iluminó las tinieblas de la noche.  

El kelpie se interpuso entre el piromante y su querida dama. 

—Has venido por mí, ¿no es así? —dijo. 

—Acertaste —respondió el piromante, lanzando una ráfaga de llamas hacia el kelpie.

 Él logró esquivarla, sujetando a su dama por los hombros.

—¡Huye! —le dijo—. ¡Huye y escóndete! 

—¡Pero no te puedo dejar aquí! —respondió la dama. 

—¡Huye! —insistió el kelpie, soltando sus hombros y abalanzándose sobre el piromante, sujetándolo por el cuello y derribándolo sobre la tierra. 

La dama, entre gritos, fogonazos y golpes, salió corriendo con lágrimas en los ojos. El kelpie, por su parte, luchó con osadía, empleando todos los trucos mágicos que conocía; sin embargo, no fueron suficientes como para superar la habilidad del piromante. Su calor lo había dejado rápidamente deshidratado y el fuego había chamuscado sus prendas y parte de su rostro. 

Sin tener más opción que huir, el kelpie se escondió de casa en casa y de choza en choza, saltando sobre sus techos, terrazas, balcones y fachadas. El piromante lanzaba bolas de fuego que Kel apenas lograba esquivar con cada paso que daba. Finalmente fue a esconderse dentro de una de las chozas, atravesando su ventana con un fugaz movimiento. El piromante, aprovechando su movimiento, la prendió en llamas del suelo al techo. 

Una multitud se había aglomerado a su alrededor por todo el escándalo causado por la pelea, mientras que el piromante reía y brincaba, dando por terminada su tarea y saboreando ya la generosa recompensa que le daría el gobernador. Este llegó poco después acompañado por su esposa. 

—¿Lo ha conseguido entonces? —preguntó al piromante. 

—¡Sí! ¡Sí! —respondió este, emocionado. Agitó su mano y las llamas desaparecieron—. Se ocultó ahí, en esa choza deshabitada. Si entra puede encontrar su cadáver. 

El gobernador y su esposa caminaron entre las cenizas y el polvo que cubrían el suelo de la choza abandonada. Se hizo un silencio sepulcral que pareció prolongarse por la eternidad y solo fue interrumpido por los gritos de la mujer, que salió corriendo de la casita entre lágrimas y sollozos. Su padre la siguió poco después, con los ojos brillantes cargando un cuerpo del que apenas quedaba rastro de carne.

Esa misma noche, mandó a ahorcar al piromante. 


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