Fuego de Quimera (Cuento de hadas)

 Linard era un reino nevado ubicado al norte de la Gran Tierra de los Reyes, rodeado de altas y gruesas murallas de piedra, construidas para mantener fuera a las bestias peligrosas que provenían del suroeste, principalmente dragones, basiliscos y lobos huargos. Se mantienen vigiladas las veinticuatro horas del día, con soldados de armaduras opacas y vestimentas gruesas para resguardarse del frío colocados encima de los muros y torres de vigilancia. Se quedaban ahí de pie, turnándose para descansar, tensando arcos y disparando flechas en cuanto avistaban algo sospechoso. 

Un día nublado de invierno vislumbraron a lo lejos, moviéndose entre las sombras de un frondoso bosque de pinos, a una extraña criatura que avanzaba con gran velocidad hacia ellos, encontrándose pocos segundos después en la parte inferior de los muros. Tenía dos cabezas principales, una de cabra y otra de león, pegadas a un cuerpo de felino cuya espalda era decorada por un par de alas blancas enroscadas y, en lugar de cola, tenía el cuello y la cabeza de un dragón. 

—¡Disparen! —ordenó el comandante de la región. 

Los soldados abrieron fuego con sus flechas, pero la quimera las desvío agitando su cola en forma de dragón, como si de una ágil espada se tratara. Algunos de los proyectiles fueron lanzados de vuelta a los arqueros, clavándose en sus cuerpos, cayendo del borde de la muralla hacia el fondo del suelo nevado. 

Moviéndose con la agilidad de una serpiente y la rudeza de un león, la quimera llegó a la parte inferior de la fría muralla. Extendió sus afiladas garras y con ellas comenzó a escalar sobre la superficie de piedra, bloqueando todo proyectil que le era lanzado. Un grupo de soldados se agrupó cargando una olla repleta de aceite hirviendo que dejaron caer sobre la bestia, sin embargo esta apenas se inmutó por ello y pronto se encontró en la cima de los muros. 

—¡Ataquen! ¡No dejen que descienda a la superficie de Linard! —gritó el comandante, quien vio a sus soldados correr rumbo a la quimera armados con lanzas y espadas. La cola de dragón de la criatura se extendió y lanzó una llamarada que redujó a cenizas a los hombres, dejando únicamente de ellos sus armaduras y cotas de malla. 

El comandante desenvainó su espada y se preparó para lanzarse contra el monstruo, pero antes de que pudiera poner un pie delante esta ya lo había consumido con sus llamas. Sin nadie que detuviera su paso, la quimera descendió por el otro lado de la muralla, adentrándose en el territorio del reino de Linard. 

Dio media vuelta, con la vista centrada en el muro. Su cabeza de cabra soltó una pequeña risa y la del dragón respondió arrojando una fuerte bola de fuego que derribó al primer impacto el extremo derecho de la construcción, llevándose consigo a una torre de vigilancia también. 

—¡Que les sirva de lección para que no se atrevan a desafiarme! —gritó entre risas la voz de cabra. 

—¡Vaya! —respondió su cabeza de león—. Todo esto me ha dado mucha hambre. Ya veré qué encuentro de comer por aquí. 

Avanzó por un campo desolado cubierto de nieve. A sus oídos no llegaba sonido alguno, ni el canto de una lechuza, ni el silbido del viento o señales de seres humanos cerca. 

—Hmmm —murmuró la cabra—. Cazar en estas condiciones será muy difícil. ¡No hay nada por aquí! 

—No te preocupes —respondió el león—. Huelo carne fresca cerca. ¡Pronto estaremos bien alimentados!

La quimera tomó rumbo entonces hacia el interior de un bosque de pinos donde habitaba una gran cantidad de fuegos fatuos azules que brincaban en alegría de un lado hacia otro, indiferentes ante la bestia que había llegado a sus dominios. 

—¡Estas cosas seguramente recargarán nuestro combustible! —declaró el león, comiéndose de un bocado a uno de los fuegos fatuos. La cabra hizo lo mismo, llevándose dos a la boca, pasándose la lengua por los labios al tragarlos. La cabeza de dragón se limitó a sisear y soltar pequeñas llamaradas azules. 

Mientras la quimera se daba un largo festín de fuego, a unos cuantos metros de distancia un grupo de caballeros se había reunido delante de lo que quedaba del muro, mirando atónitos la devastación causada por la bestia. 

—¡Pero esto es imposible! —exclamó uno de ellos—. ¿Cómo han podido causar semejante daño a nuestra muralla? ¿Habrá sido un ataque de algún reino o facción? ¡Porque esto parece obra de hechicería! 

Un segundo caballero bajó de su montura y caminó hacia las ruinas, mirando con detenimiento los pedazos de piedra a su alrededor. Negó con la cabeza, llevándose una mano a la barbilla con aire reflexivo. 

—No, dudo que haya sido algún reino o facción —respondió, meditabundo—. Ya tienen demasiados problemas con los dragones del suroeste. ¿Por qué se molestarían en invadirnos? Sin embargo, sí puedo decir que esto es obra de algún tipo de magia, aunque quizá no proveniente de un humano. 

—Entonces… ¿De quién? —preguntó el primer caballero que había hablado. —Pues de alguna bestia, ¿de qué si no? Tan solo fíjense en los rasguños en la superficie del mundo. Una criatura muy peligrosa se ha infiltrado en Linard.

En ese instante, se dieron cuenta de que algo se movía entre los escombros. Primero vieron una cola cubierta por escamas. Luego dos. ¡Y después tres! Hasta que desde las rocas y piedras de la muralla emergieron tres pequeñas crías de dragón, marrones y de ojos amarillos. 

—¡Dragones! —exclamó el comandante de los caballeros—. ¡Mátenlos! 

Sin embargo, antes de que los caballeros pudieran lanzarles flechas o abatirlos a punta de espada, las pequeñas bestias se echaron a volar, desapareciendo rápidamente de su vista. Volaron durante algunos minutos, llegando así al bosque de los fuegos fatuos donde la quimera se escondía, con el estómago lleno de los fueguitos azules. 

—¡Miren qué tenemos aquí! —exclamó el león, pasándose la lengua por los labios—. ¡Unos pequeños dragones casi recién salidos del cascarón! ¿De dónde vienen? 

Los dragones tan solo pudieron soltar unos pequeños rugidos acompañados de humaredas negras. 

—¡Qué pena! —exclamó la cabra—. ¡Todavía no pueden hablar!

—Acérquense —añadió el Léon—. Nosotros los cuidaremos mientras esperamos a que llegue su madre. 

Y de un bocado se comió a los tres. 

Mientras tanto, bajo la muralla derribada, más caballeros de Linard se habían aglomerado alrededor para atender el desastre. 

—Pues no queda más opción que reconstruir esta parte del muro y mantenerla altamente vigilada durante el día y la noche —declaró el nuevo comandante del grupo— y sobre todo encontrar a la bestia responsable de esto. Dividiré este escuadrón en dos grupos, uno se quedará a vigilar y el otro partirá en búsqueda del monstruo. ¡Vamos! ¡Tenemos mucho que hacer!

Así la mitad de los caballeros partió en búsqueda de la quimera, avanzando por los campos nevados de Linard, acercándose poco a poco hacia el bosque donde la bestia se escondía. 

—¡Miren! —exclamó uno de ellos, señalando hacia el suelo—. ¡Huellas!

La quimera había dejado un claro rastro que conducía hacia el bosque de los fuegos fatuos, por lo que ahí se dirigió el escuadrón de caballeros. La bestia no se demoró mucho en olerlos. 

—¡Huelo carne fresca! —exclamó el león, y salió a la caza de los hombres. 

Más tarde, durante la noche, el resto de los caballeros se encontraba todavía en el muro, aunque ya con la compañía de constructores y herreros para repararlo, vigilando los alrededores con lanzas, espadas, arcos y flechas e incluso sabuesos que olfateaban de un lado hacia otro, buscando rastros de aromas de criaturas nocturnas peligrosas. 

Sin embargo, un fuerte aleteo hizo cesar todo trabajo y puso en mayor alerta a los guardias. Desde lejos consiguieron vislumbrar una dragona del tamaño de tres elefantes acercarse hacia ellos, agitando las alas contra el aire, avanzando con velocidad. 

—¡Dragón! —gritó el comandante—. ¡Rápido! ¡Derríbenlo! 

Los soldados arrojaron flechas y lanzas y, sin embargo, ninguna fue lo suficientemente fuerte como para derribar a la temible bestia, que continuó moviéndose rumbo a Linard, sin apenas reparar en las tropas que le atacaban. De esa manera, al igual que sus hijos, llegó el bosque de los fuegos fatuos que, en realidad, ya carecía por completo de aquellas criaturitas. 

Ahí mismo se encontró con la quimera, cuya cabeza de león saboreaba los últimos huesos de las crías de dragón que había devorado. 

—Vas a pagar muy caro lo que has hecho —dijo la madre dragón, mostrando sus dientes. 

Las cabezas de cabra y león de la quimera se carcajearon. 

—Ven a mí, entonces —dijo—. Veamos de qué estás hecha. 

Ambas criaturas se desenvolvieron en un salvaje combate, lanzando mordiscos y golpes con las colas, intercambiando sus fuegos. Las llamaradas iluminaban la oscuridad  del bosque ya anochecido y no se detuvieron hasta la llegada de los primeros destellos del sol de un nuevo día. La madre dragona había sufrido el mismo destino de sus pobres crías. 

—¡Muy bien! —dijo el león, pasándose la lengua por los labios, saboreando la sangre de su presa—. Parece ser que me he establecido bien aquí. Si una dragona no fue rival para mí… ¡No habrá nada que interrumpa mi apetito! 

Cuando el sol iluminó la muralla de los hombres, ellos ya se encontraban abatidos tras su larga noche de trabajo reconstruyendo piedra por piedra el desastre causado por la quimera, aunque manteniéndose en alerta en caso de cualquier otro ataque a sus territorios. 

El comandante reposaba con la espalda recargada contra un pedazo de escombro cuando sintió la luz golpearle en el rostro. En un inicio creyó que se trataba de los rayos del sol, pero pronto encontró que el calor que sentía era extrañamente molesto e irritante, quemándole las mejillas. 

—¡Señor! —le gritó el capitán, sacudiéndole el hombro—. ¡Algo se acerca! 

El comandante, visiblemente molesto, se incorporó, tallándose los ojos. Cuando su mirada pudo acostumbrarse al clima, contemplando aquello que se aproximaba, apenas si pudo mediar palabra, soltando un simple: 

—Oh. 

La criatura, hecha de fuego, de tres cabezas y alas de murciélago, sobrevoló la muralla sin recibir ataque alguno, dirigiéndose, como es de esperarse, hacia el bosque donde la quimera había hecho su salvaje hogar. 

—¿Huh? —exclamó esta cuando la luz de la entidad la iluminó—. ¿Qué es eso? 

Vio entonces aterrizar sobre un claro a una enorme hidra hecha de fuego; sin señales de carne, huesos o sangre, tan solo un fuego puro y brillante que conformaba su silueta. Con ojos relucientes, en los que despertaba un brillo blanco, miró a la quimera con odio. 

—HAS ACABADO CON TODOS EN ESTE BOSQUE —su voz emergió en forma de eco desde sus tres bocas—. HAS DEVORADO FUEGOS FATUOS,  CRÍAS DE DRAGÓN INOCENTES, A LA MADRE DE ESTOS Y A HOMBRES QUE PROTEGEN SUS TIERRAS. 

—¡Así es! —exclamó el león con orgullo—. ¡Y lo mismo haré contigo! 

Pero antes de que pudiera lanzar una de sus llamaradas, las tres cabezas de la hidra la atraparon entre sus mandíbulas de fuego, partiéndola en tres mitades que se consumieron casi al instante en cenizas. Echando humo, la reluciente hidra reposó sobre la hierba, a la espera de la próxima gran criatura que pudiera matarle, y los hombres, a pocos metros de distancia, por fin pudieron descansar. 



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