El Gigante (Cuento de hadas)

Durante una tarde tormentosa, ya próxima al anochecer, de un bosque templado de hayas, una niña se perdió, corriendo sobre el terreno musgoso y húmedo y con su vestido blanco manchado de barro y el resto del cuerpo empapado por la lluvia, jadeando y dando trompicones. Un relámpago centelleó en el cielo, seguido de un furioso trueno, sacándole un susto a la niña que le hizo caer de cara contra un charco, dejándola todavía más sucia de lo que ya estaba. 

Sentía que la esperanza de volver a su hogar estaba por desaparecer, caminando con el rostro cubierto de lodo, los ojos lacrimosos y el vestido cada vez hecho más jirones. Fue entonces cuando por fin llegó al final del bosque de hayas, encontrándose delante de una montaña rocosa en la que vio un posible refugio. Quizá una cueva, gruta o grieta pudiera salvaguardarla de la lluvia. 

Empezó a escalarla, asiéndose a filosas rocas que dejaron cortes en sus manos y pies hasta que llegó a un risco de piedra que sobresalía desde su borde derecho. Ahí se tomó un pequeño descanso, dejándose caer sobre un suelo empapado por la lluvia, con la mirada perdida en el oscuro y tormentoso cielo. Sin embargo, al bajar un poco los ojos, pudo distinguir a lo lejos la luz de un fuego que iluminaba la grisácea piedra. Era una señal de que había vida a pocos metros, y aquello le dio las fuerzas para continuar escalando la montaña, hasta que, casi sin darse cuenta, se encontró delante de una gran grieta que daba entrada a una caverna de cuyo fondo provenía la cálida luz. 

—¡Ayuda, por favor! —dijo dejándose caer una vez más sobre el suelo de piedra—. ¡Ayuda! 

La tierra comenzó a temblar y la silueta de una inmensa figura apareció en forma de sombra sobre las paredes de la caverna. Lo primero que vio de aquello que habitaba dentro de la montaña fueron unas gigantescas piernas de reptil cubiertas de escamas verdes, como si fueran pantalones, terminando en un torso humano fuertemente marcado, seguido de dos largos brazos y una ancha cabeza cubierta de barba y cabellos negros. Ante el espanto que le provocó aquella tremenda criatura, quedó inconsciente. 

Al despertar se encontró acostada sobre una inmensa cama, doscientas veces más grande que la cama en la que solía dormir cuando aún estaba en casa, acostada sobre una almohada casi tan grande como la muralla de un castillo, tanto así que se hundía entre la funda y el relleno de plumas hasta las mejillas. Se levantó sobresaltada, poniéndose de pie sobre el colchón y descubriendo que traía prendas nuevas y las manos cubiertas de vendas. 

Al girar su cabeza a la izquierda, se topó con el peludo rostro de la criatura. Sin embargo, en aquella situación, no hizo más que soltar un pequeño respingo, llevándose una mano al pecho. 

—¡Eres un gigante! —exclamó sorprendida.

Una gran sonrisa se formó lentamente en el rostro de la criatura, quien respondió: 

—¡Y tú eres una humana! 

La niña sacudió la cabeza, confundida. 

—Bueno… Sí —respondió—. Pero jamás había conocido a un gigante. Quiero decir… ¡Creí que estaban extintos! 

El gigante soltó una grave y sonora carcajada. 

—Pues ya ves que no —respondió—. Pero… Creo que podría decir que los de mi especie ya están a punto de desaparecer de la faz de la Tierra. 

—¿Los de tu especie? ¿Qué quieres decir con eso? 

—Pues, verás… Niñita. Gigantes hay muchos y de diferentes tipos alrededor del mundo. Están los jotnar, los oni, los trolls, los sinsimite… En fin, cientos de criaturas que tienen una estatura considerablemente mayor a la de los seres humanos. De hecho, me parece que hace unos años por estas tierras caminaron unos extrañísimos seres enormes a quienes llamaron Bárbaros Oscuros. ¿O no, niñita? 

—¡No me digas niñita! ¡Me llamo Elina! 

—Oh… Bueno… Elina… Cómo te decía, hay diferentes tipos de gigantes, pero lo que estoy dispuesto a admitir es que mi estirpe esta próxima a desaparecer, pues esta es ya muy vieja. Ni siquiera yo, que tengo mil quinientos años, conseguí verla en todo su esplendor, cuando vivíamos en las Islas Heróicas y éramos partícipes de cientos de relatos épicos. Pero esos días han terminado y yo, el gran Ikor, ahora permanezco aquí, pues no hay espacio para gigantes en el mundo de los humanos. A propósito, Elina, ¿cómo es que has llegado a este sitio? 

La niña entornó los ojos con aire pensativo. 

—Un dragón atacó mi castillo —dijo con una voz pasiva, recordando la tragedia sucedida aquel día de lluvia—. Mi padre, el rey, me ordenó que huyera y corrí sin detenerme por el bosque hasta que llegué aquí. 

—¡Ah! ¡Tu padre es el rey! ¡Entonces tú serías una princesa! 

—Así es. 

—Oh… Bueno… Su majestad…

La niña soltó una pequeña risa. 

—Puedes solo llamarme Elina. 

—Bueno… Elina… Me he encargado de tratar tus heridas y ponerte prendas nuevas, pero te aconsejo quedarte a descansar un poco más. Puede que afuera siga habiendo algo de peligro y también tu cuerpo necesita reposo tras todo el esfuerzo que has hecho. Digo… Es lo que yo aconsejo. Puedes irte si quieres. 

Elia volvió a soltar una risita. 

—Pues puedo quedarme aquí durante un tiempo si me lo permites —dijo—. Pero… ¿Crees que podamos hacer algo mientras me recupero, Ikor? ¿Podríamos jugar un juego de mesa? ¿O crees poder leerme un libro? 

Ikor, el gigante, volvió a mostrar su gran sonrisa. 

—¡Por supuesto que sí! —respondió—. ¡Se hará lo que la princesa ordene! 

Así, pues, la princesa Elina permaneció en cama durante tres días dentro de la caverna del gigante Ikor, tiempo que pasó con él jugando al ajedrez y damas chinas. Durante las noches el gigante le leyó libros de relatos acerca de tiempos remotos que la niña escuchó con mucho interés y desayunaron y cenaron huevos revueltos con carne bien cocida. 

Sin embargo, a pesar del buen trato que el gigante le había dedicado a la princesa, la salud de esta no parecía mejorar. Todo lo contrario, con cada día que transcurría, su estado se complicaba: una fuerte tos le había hecho escupir flemas y sangre y la temperatura se le subió considerablemente, sonrojando sus mejillas y perlando su frente de sudor. 

El gigante, alarmado por esto, se puso a preparar inciensos, tés y todo tipo de brebajes para atender a la pequeña princesa. Durante tres días y tres noches más le hizo beber de sus pociones medicinales, sin dejar de contarle cuentos para arrullar antes de dormir. Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos, el estado de Elina no parecía mejorar; su tos se volvía más seca, expulsando abundante sangre sobre las sábanas. 

—Ikor —le dijo al gigante una noche, con voz calma, sin mostrarse alterada—, me voy a morir. 

—¡No digas eso! —le reprendió el gigante, con lágrimas en los ojos—. ¡No lo digas! ¡No lo digas!

—Sabes que es verdad —respondió con estoicismo la pequeña—. La medicina no ha hecho efecto y rápidamente mi cuerpo se debilita. Yo misma puedo sentir que la vida se desvanece dentro de mí. 

—Pero… Elina…

—No tengas miedo, Ikor. Estaré bien mientras estés a mi lado, pero cuando me vaya quiero que hagas algo por mí. ¿Sí? 

—¡Sí, por supuesto! ¡Lo que sea! 

—Muy bien. Quiero que bajes mi cuerpo al pie de la montaña y lo dejes ahí. Los soldados de mi padre deben de seguir buscándome, así que espero que si un día llegan aquí se encuentren con mis restos para que pueda ser sepultada en el reino. Deja alguna nota que explique todo lo que has hecho conmigo y que no te separaste de mí en ningún momento. ¿Entendido? 

—¡Sí, Elina! ¡Lo entiendo!

A la mañana siguiente, Elina murió. Ikor entonces cumplió su última voluntad: primero, envolvió su cuerpo entre sábanas, dejando al descubierto su suave rostro que, a pesar de estar frío, todavía conservaba su rubor; parecía una bebé arropada durmiendo. Después, la llevó al pie de la montaña, acostándola sobre un frondoso arbusto rodeado de flores blancas. 

Para dejar el mensaje, arrancó una gruesa y larga corteza de una de las hayas del bosque cercano a la montaña y talló encima de ella con un pedernal el siguiente mensaje: 

“HE JUGADO CON SU PRINCESA Y NO LA DEJÉ IR. LES REGRESO LO QUE HA QUEDADO DE ELLA”. 

Con los ojos repletos de lágrimas, regresó a su morada dentro de la grieta de la montaña, pasando los siguientes días bebiendo té junto al fuego y lamentando la muerte de la princesa. 

A pesar del paso de los meses que acontecieron la pérdida de la pequeña Elina, su padre, el rey, jamás dejó de buscarla, enviando patrullas de sus mejores caballeros hacia los cuatro vientos. Durante aquel tiempo, el cuerpo de su hija perdió su encanto, carcomido por la lluvia, los gusanos y la tierra, hasta que de ella no quedaron más que huesos cubiertos por una harapienta tela. 

Un día, una de sus patrullas, la cual ya estaba por darse por vencida en su búsqueda, se topó con aquellos restos. Aterrados y soltando llantos de tristeza, cargaron el cuerpo de la pequeña, colocándolo dentro de un cofre vacío. 

—¡Miren eso! —exclamó el capitán del grupo—. ¡Un mensaje! 

—”He jugado con su princesa y no la dejé ir” —citó su segundo al mando—. “Les regreso lo que ha quedado de ella” ¡Dios mío! ¿Quién pudo haberle hecho esto? ¿De qué manera habrán jugado con nuestra pobre Elina para que quedé así? ¡Lo pagará muy caro! 

—¡Miren allá! —exclamó uno de los caballeros del grupo, señalando hacia la cima de la montaña—. ¡Ahí se distingue una luz! ¡Vayamos a investigar! 

Aquellos tres hombres se encargaron de escalar la montaña, dejando al resto al cuidado del cuerpo de la princesa, subiendo paso a paso las filosas piedras bajo un cielo del que comenzaban a caer gotas de lluvia. 

Cuando se encontraron delante de la gruta, se toparon con el gigante bebiéndose su décima taza de té del día junto a su fuego, quien les miró con ojos tristes y apagados, sin decir ni una palabra. 

—¡Maldito! —exclamó el capitán, desenvainando su espada. Sus otros dos compañeros le imitaron—. ¡Has sido tú, bestia horrenda! ¡Tú mataste a nuestra pobre Elia! 

—Sí… Yo la maté —respondió Ikor con desánimo. 

—¡Lo pagarás! ¡Lo pagarás muy caro! 

Los tres caballeros se abalanzaron sobre la bestia y con sus hierros cortaron y desgarraron la piel del gigante, haciéndolo sangrar por montones hasta que cayó agonizante al suelo. Sin embargo, Ikor no dijo más palabras y no soltó ningún quejido o grito. Lo último que sintió, antes de que el capitán le clavara la espada en el corazón, fue una gruesa lágrima deslizarse por su ojo izquierdo mientras observaba al fuego de su guarida consumirse conforme su vista se empañaba antes de llenarse de oscuridad.

 

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