Lágrimas de Lisovik (Cuento de hadas)


En un antiguo bosque encantado, húmedo y rebosante de vida, vivía un viejo lisovik; una gran criatura con cuernos de alce, cuerpo robusto y cubierto por toda clase de hierbas, hongos y raíces. Se mantenía apartado del resto de criaturas que también habitaban por ahí, aprovechando su aspecto para pasar desapercibido por ojos curiosos, confundiéndose fácilmente con el entorno. Las hadas, duendes y faunos que le buscaban, rara vez conseguían dar con él y los que lo lograban apenas si podían intercambiar palabras con la criatura. 

Pero un día, un joven pixie llamado Tim, se atrevió a conversar con él. Desde el momento en el que lo descubrió oculto debajo de un tronco caído, no dejó de soltar palabras, volando de un lado hacia otro impulsado por sus pequeñas alas y soltando polvos brillantes con cada movimiento que hacía. 

    —¡Cállate ya de una vez! —gritó el lisovik—. ¡Déjame en paz!

Tim, el pixie, soltó una pequeña risa. 

    —¿Pero por qué? —contestó—. ¡Si apenas te dejas ver entre los demás! Anda, lisovik, ¡ven a conocerlos! ¡Estoy muy seguro de que te agradarán! 

    —¡No! ¡Ya vete! 

    —Bueno… Si eso quieres…

Sin embargo, Tim tenía otros planes. Se dirigió hacia la aldea principal del bosque encantado, donde vivían la mayoría de las criaturas, e hizo correr el anuncio de que una gran fiesta se llevaría a cabo esa misma noche junto al tronco caído donde el lisovik se hallaba. Todo mundo esperó con ansia la llegada del anochecer para dirigirse de inmediato hacia la guarida de la criatura. 

El lisovik dormía junto a su tronco cuando la muchedumbre llegó echando vítores y gritos, despertándose confundido, viendo a un grupo de faunos que se instalaba para tocar sus instrumentos, mientras que unas ninfas servían bebidas y bocadillos y un enjambre de pixies volaba tirando serpentina y polvos brillantes por doquier. De aquel grupo de seres alados descendió Tim, colocándose delante del lisovik. 

    —¿Cómo ves, amigo mío? —le dijo—. Tú no podías venir a la fiesta, ¡así que he traído la fiesta hacia ti!

El lisovik lo miró enfurecido y respondió con una voz tormentosa: 

    —¡CÓMO SE TE OCURRE! ¿TRAER A TODA ESTA GENTE AQUÍ? ¿EN QUÉ CREES QUE ESTABAS PENSANDO! ¡TODOS FUERA! ¡LÁRGUENSE!

Con cada frase que soltaba, alrededor del bosque comenzaban a escucharse truenos y la tierra temblaba, iluminando el cielo nocturno con furiosos relámpagos. 

    —¿QUÉ NO ME ESCUCHARON? —rugió de nuevo el lisovik. El resto de las criaturas le miraban con terror—. ¡FUERA!

La tierra crujió y una ventisca acompañada de rayos y truenos llegó con furia al bosque encantado. El fuerte viento primero arrancó los follajes de los árboles, dejándolos reducidos a sus troncos y ramas, para después llevarse a los pixies y seres feéricos voladores. Después, una tormenta de relámpagos cayó sobre la tierra, ahuyentando a los centauros y faunos, quienes se perdieron entre las sombras y la tormenta. 

Finalmente, las criaturas mágicas restantes, huyeron despavoridas del desastre invocado por el gigantesco y horrible lisovik, corriendo entre gritos y empujones para salir del bosque, llevándose su magia consigo. 

Cuando no quedó nadie, la tormenta se apaciguó, retomando la calma en el clima, aunque el devastado bosque no cambió en lo absoluto, permaneciendo con los árboles sin hojas, el suelo partido y sin rastro de criaturas. 

El lisovik se puso de rodillas, con lágrimas en los ojos, mirando con tristeza lo que su ira había provocado. 

    —¡No! —gritó con voz sollozante—. ¡Por favor vuelvan! ¡No era mi intención! ¡Vuelvan! ¿Por qué siempre tiene que ocurrirme esto? 

Y, cuando sus lágrimas tocaron el suelo, las semillas de un nuevo bosque feérico comenzaron a germinar. 


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