Nefilim (Cuento de hadas)

 La luz, de repente, se extinguió, dejando a la provincia de Yandia en una absoluta oscuridad. Hombres y mujeres salieron de sus hogares de piedra soltando gritos de pánico a la par que desde el suelo y la tierra se hacían escuchar gritos infernales, envueltos en truenos y decorados con un siniestro ulular proveniente de una fría corriente de viento. 

—¡Miren allá! —gritó uno de los habitantes, con los ojos centelleantes de miedo. Señalaba hacia arriba pero, como no se podía distinguir nada, optó por decir—: ¡Vean hacia el cielo oscuro! ¡El cielo oscuro! ¡Dios mío! ¡Algo se mueve por ahí! 

Un pequeño punto rojo alcanzaba a vislumbrarse; era reluciente, iluminando ligeramente el cuerpo de una inmensa figura que se movía entre las nubes. Tenía el cuerpo de una serpiente negra, con cien alas que adornaban su espalda y cien lenguas saliendo de su boca. Soltó un rugido poderoso, como si cien trompetas de una orquesta retumbaran al mismo tiempo en una nota grave. La población corrió de un lado hacia otro despavorida, preguntándose qué clase de mal habían hecho para que tal abominación cayera sobre Yandia. 

Una mujer mayor, de nombre Isidora, a causa de la oscuridad y el jaleo de la muchedumbre, había dado un paso en falso delante de un barranco, cayendo rodando a oscuras sobre la tierra, sin que nadie escuchara sus gritos de auxilio y pánico. 

Entonces la serpiente de ojos rojos descendió sobre los suelos de Yandia, rugiendo y golpeando a los habitantes con sus cien lenguas y sus cien alas, deslizándose entre los sombríos callejones y avenidas, hasta llegar al mismo sitio donde Isidora, presa del pánico, había caído. La encontró apoyada en el tronco de un árbol, sollozando y con la cabeza baja. Casi sin que se diera cuenta, se deslizó dentro de ella. 

Así como llegó, la oscuridad se fue, sin previo aviso y regresando a Yandia a la luz de días soleados y noches iluminadas por la luna. La mujer llamada Isidora, sin embargo, no optó por disfrutar del clima ya vuelto a la normalidad en el pueblo, lejos de las tinieblas que lo habían cubierto hacía poco. Sentía un dolor estomacal que le hizo quedarse en cama durante varios meses hasta que un día, inesperadamente, dio a luz. 

El bebé nació sin emitir ningún tipo de llanto o quejido y con el paso de los días se reveló cierta mirada salvaje en sus ojos. Rara vez lloraba y permanecía dormido la mayor parte del día. Isidora le puso el nombre de Rym. 

Rym creció rápidamente, tanto que parecía haberse saltado su etapa de infancia, convirtiéndose en un muchacho encorvado, de piel pálida y cabello desaliñado, quebradizo y  blanco. Se le veía pasearse por el pueblo de Yandia durante las noches y tardes tormentosas, casi siempre mirando hacia el horizonte, en dirección al sitio donde la horrible serpiente había aparecido aquel día. Tenía una manera extraña de andar, tambaleándose y cojeando del lado izquierdo y su estatura tras unos cuantos meses logró superar a la de cualquier habitante del pueblo. 

Un día llevó a su madre Isidora a contemplar en la lontananza el lugar de donde la horrible criatura de ojos rojos había descendido. 

—¿Por qué me haces ver esa horrible parte del cielo? —protestó Isidora, jalando del enorme brazo de su hijo. 

—Porque aquí nadie me lo dijo, ni siquiera tú —respondió Rym—. Nadie me dijo que de ahí es de donde vengo. 

Isidora, que, en efecto, jamás le había contado a Rym acerca de la verdad de su origen, se quedó callada y perpleja, mirándolo con ojos repletos de pánico. 

—No importa ya —continuó Rym, restándole importancia—, porque yo mismo iré a buscarle. Iré a buscar aquello que me dio vida. Esto es una despedida, madre, porque no nos volveremos a ver. 

Ya con lágrimas en los ojos, Isidora respondió: 

—¡Rym, por favor no! ¿Cómo se te ocurre? Te daré lo que quieras, ¡pero por favor no te vayas! 

Pero Rym no respondió, limitándose a solo dejar a relucir una retorcida sonrisa y, acto seguido, emprendió la marcha por los caminos de pueblo, dispuesto en hallar la horrible serpiente celestial que había invadido Yandia hacía algunos años y dejando a su madre entre llantos y sollozos. 

No sabía por dónde comenzar, por lo que en los primeros días se limitó a pasearse por los pueblos cercanos, intentando pasar desapercibido entre las multitudes y de vez en cuando soltando preguntas a los habitantes cuando lo veía conveniente. No averiguó mucho acerca de su padre, casi nadie sabía o quería hablar acerca de la serpiente que vino del cielo de Yandia. 

No fue hasta que visitó una vieja biblioteca de un pueblo semiabandonado en el que halló un extraño libro de cubierta color rojo sanguinario, de hojas bien oxidadas y una caligrafía delicada. Tras leer durante tres horas, sin ningún tipo de interrupción o detenimiento, pareció hallar lo que había estado buscando: La Montaña de los Ecos, situada ahí en la frontera donde terminaban los pueblos colindantes a Yandia.

Ahí, naturalmente, fue a donde se dirigió, llegando en una tarde sombría y azulada. La Montaña de los Ecos tenía una cúspide alta y puntiaguda que se extendía hacia abajo rumbo a una amplia ladera, rodeada por una planicie de arena gris. Rym caminó hacia ella, usando el libro de cubierta roja como guía, ascendiendo entre piedras y rocas empinadas y filosas, hasta llegar a la boca de una caverna. 

Se adentró en ella, sintiendo una brisa gélida acariciarle el rostro. Sonrió y no titubeo al marchar hacia la oscuridad. Anduvo avanzando hasta que la oscuridad dentro de la caverna fue absoluta mas, sin embargo, no se detuvo, caminando en línea recta sin dudarlo. 

Entonces una luz rojiza, pequeña y circular, iluminó el fondo, y una grave y siniestra voz retumbó en forma de cien ecos entre la oscuridad: 

—UN HIJO… UN HIJO MÍO. 

—Padre —respondió Rym, arrodillándose delante del fulgor rojo. 

—VEN AQUÍ, HIJO MÍO. ¿HAS VENIDO A BUSCARME ENTONCES? ¡Pues aquí me tienes! 

—¡Sí! —exclamó Rym, con lágrimas entre los ojos—. ¡Te he estado buscando padre! ¡Viajé durante varios días para llegar hasta aquí! ¡He dejado todo atrás para conocerte! 

—¿EN SERIO? PUES VEN… ACÉRCATE, HIJO. PERMÍTEME MOSTRARTE ALGO. PONTE DE PIE Y CAMINA HACIA MÍ. 

Rym, con el cuerpo tembloroso, se incorporó y caminó hacia la luz rojiza. Cada paso que daba se sentía pesado y lento, como si en realidad no estuviera caminando, sintiendo a las sombras como una densa masa que lo frenaba. La luz roja se hizo lejana hasta desaparecer y las tinieblas rodearon por completo a Rym una vez más. 

—¿Dónde estás? —preguntó, sin darse cuenta de que susurraba y tiritaba de frío. 

—POR AQUÍ —respondió la voz de su padre. 

Una luz iluminó el fondo de una fosa situada a pocos metros de Rym, como si estuviera alumbrada por un reflector que colgaba de un techo infinito. El hueco era grande y de fondo profundo, a simple vista pareciendo carecer de este. 

—ASÓMATE POR AHÍ 

Rym obedeció y se acercó a la fosa, asomando lentamente su cabeza por el borde. De pronto, sintió una repentina fuerza bruta que lo empujó por la espalda. Sin poder hacer nada al respecto, cayó hacia el fondo, impactando contra un suelo frío, liso y blanco. 

—¿Qué es esto? —exclamó Rym, examinando sus alrededores. Había huesos, piel y cabello. Cuerpos desparramados por doquier, unos encima de otros, formando una montaña que aparentaba extenderse todavía más hacia la profundidad de la fosa. 

—CREÍSTE QUE ERAS EL ÚNICO —dijo su padre—. CREÍSTE QUE ERAS EL ÚNICO QUE ME BUSCABA, EL ÚNICO HIJO, EL ÚNICO EN SENTIR EL INTERÉS DE BUSCARME. PUES , AQUÍ TE MUESTRO A TUS HERMANOS, RYM. MIS NEFILIM. CONTÉMPLALOS. CONTÉMPLALOS BIEN RYM. 

Los ojos de Rym se deshacían en lágrimas, pero él no daba señales de darse cuenta de ello. No sollozaba, ni gritaba, ni se mostraba perturbado por el macabro mundo que lo rodeaba, tan solo contemplaba, como se lo ordenaba su padre. 

—NO ERES ESPECIAL, RYM —escuchó decir a su padre. 

Las lágrimas empapaban los pálidos cadáveres de sus hermanos mientras que él se dejaba acostar entre ellos, arrullándose entre sus frías pieles, sin importarle su quijada tiritante y su piel erizada por el frío. 

—Mamá… —fue lo último que dijo. 

Y la cripta quedó en sombras una vez más.


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